Expresión escrita PSEC 2006-2007

Herramienta interactiva de la cátedra de Expresión escrita del Programa Superior de Escritura Creativa del Instituto ICREA en los turnos matutino y sabatino, a cargo del escritor Jesús Nieves Montero.

jueves, enero 24, 2008

Los personajes

Previo

Una de las principales razones por las cuales escribimos ficción es para representar la vida. Podemos volver al dilema que pregunta: ¿existe el sonido de la caída de un árbol en un bosque desierto? La respuesta sería que sin el receptor no hay estímulo, así que no podemos representar la vida sino hablamos de los hombres, los personajes (ejemplo Animal farm). De esta manera, podríamos afirmar que la tarea del escritor es representar y esclarecer el pasado, las acciones de los hombres, por lo tanto, aunque sea para criticarlos, escribir requiere una fascinación sostenida por el cotilleo que rodea a las personas, esas masas de palabras que pueden venir de dos fuentes, los libros o la vida.
Vargas Llosa comenta que tal vez los personajes que más nos interesen sean aquellos que se refieren a una disidencia con la realidad.

Reflexiones humanas

Las siguientes son algunas reflexiones que, evidentemente, no pueden ser un atajo para la comprensión (por parcial, subjetiva o aproximada que sea) del género humano, pero una vez revisados los libros las he considerado de suficiente universalidad para compartirlas.

El relato tiene una particularidad frente a la vida. En la cotidianidad nunca nos entendemos, no existe la clarividencia ni la sinceridad total. Nos conocemos por aproximación, por signos externos, pero en el relato tenemos la oportunidad de mostrar la vida interna de los personajes. Los personajes son gente cuya vida secreta es visible o puede serlo. Los relatos nos hablan entonces de una vida humana más comprensible y, por tanto, más manejable.

Para realizar bien este trabajo, sólo es necesario un requisito: debemos ser capaces de entender a las otras personas y estar fascinados por ellas. Me gusta mucho el concepto de la piedad: colocarse en el lugar del otro.

Por la naturaleza de nuestra mortalidad tiende a importarnos lo que conocemos y lo que podríamos posiblemente perder.

A los escritores les preocupan todas las posibilidades de la naturaleza humana. Por eso debemos dejar de lado los prejuicios para escribir sobre, digamos, homosexuales, violadores, cualquier tipo de desviado, porque no es una cuestión de moralidad sino de la condición humana, de esas posibilidades y la vida es cómica, dramática, irónica, trágica.

El ser humano no es totalmente listo, astuto, tiene tendencia a caer en trampas que son tendidas por otros seres humanos. A veces el triunfo estaría no en evitar la trampa (que podría ser imposible) sino en la asimilación de ese desliz.

Robados de su capacidad para pelear por las cosas que aspiran y evitar aquellas que temen los seres humanos no tienen más que un interés sentimental y científico.

Para una guía más cruda, Forster señala que los principales hechos de la vida humana son cinco: el nacimiento, la comida, el sueño, el amor y la muerte. Aunque el autor hace algunas consideraciones sobre cada uno de estos actos, me voy a referir a unas líneas que dedica al amor: El amor, por su dualidad, es interesante: el hombre cuando ama trata de conseguir algo y, paralelamente, de dar algo.

Tipos de personajes

Hay clasificaciones: tendríamos los personajes principales que son aquellos sobre cuyos conflictos nos detenemos y personajes secundarios, los cuales podemos simplemente nombrar o referir en cualquiera de las etapas de la trama, como por ejemplo, los antecedentes. Es cuestión de visión de autor el saber la importancia de los personajes, pero si no se distrae uno de la historia, es casi imposible confundirse.

Más importante aún es la clasificación que depende de su dimensión interior. Aquí tendríamos personajes planos y redondos.
Los personajes planos se construyen sobre una sola idea o cualidad. Mientras los personajes redondos son más complejos, porque tienen contradicciones, su comportamiento no es necesariamente causal sino consistente con el sistema de motivos que se le ha creado.

La ficción no se sustenta sólo de personajes redondos sino del equilibrio entre ambos tipos y no por su complejidad emocional dan mayor tono los personajes redondos porque en ocasiones es sólo en interacción con los planos como logran el desarrollo deseado. Los personajes no pueden crecer libremente, tienden a limitarse entre sí.

Para dar vida a los personajes

Los personajes se crean en parte como un armado de hechos, incluyendo las acciones, en parte por asociación simbólica; no son reales por parecerse a nosotros sino por ser convincentes. Aquí aplica la idea que hemos repasado acerca de las pruebas, momento a momento justificamos, de manera sutil, el comportamiento del personaje. La exploración de las posibilidades humanes abre un camino para la particularización del relato, para mostrar que nuestra mirada ha descubierto alguna relación obviada hasta el momento.

Se deben presentar, momento a momento, imágenes concretas dibujadas a partir de una cuidadosa observación de cómo se comporta la gente, y la conexión entre los momentos, los gestos precisos, las expresiones faciales, o giros del lenguaje que, dentro de cualquier escena, mueve a un ser humano de emoción a emoción, desde un momento determinado al siguiente.

Debemos mostrar las motivaciones principales de los personajes, mostrarlas no meramente nombrarlas. ¿Qué es el personaje sino la determinación del incidente? ¿Qué es el incidente sino la ilustración del personaje? Por eso hemos hecho tanto énfasis en la "dramatización" en las tareas entregadas.

Cada personaje que entre en un relato debe ser presentado vívidamente, lo cual no conlleva una descripción detallada sino aquella que dé en el menor número de rasgos significativos la idea del personaje.

A veces lo que se hace es colocar a estos seres, los personajes en alguna clase de aprieto y ver cómo intentan salir. No es labor del escritor facilitarles el escape, simplemente descubrir las posibilidades, observarlas detenidamente. Una de las cosas a recordar es la idea de Gardner: cualquier verdadero suspenso proviene de la angustia de la elección moral.

La vida del relato es el personaje, de su humanidad nace la emoción capaz de lograr la conexión con el lector, sin embargo, no se puede olvidar que el relato tendrá seres humanos y fuerzas que no son seres humanos (escenarios, poderes místicos, accidentes): en el equilibrio de estos elementos está el poder de fascinación del texto.

Hay una relación entre los personajes y el punto de vista. Esto afecta lo que el narrador puede saber del resto de los personajes. Si el narrador está dentro de la historia y narra en primera persona, sólo tendrá acceso a su propia interioridad y deberá descifrar los comportamientos, actitudes y palabras de las demás personas, nunca podrá conocer a los demás de manera total (es imposible una línea que diga: Vi a Laura llorar, dentro de ella su tristeza era inmensa).

En el caso de la tercera persona, el narrador podría conocer internamente a todos sus personajes, pero debe controlar este poder para no terminar en titiritero y en ese caso ambiguo que mencionamos (el que utilizaría el "tú"), el narrador, por su mismo carácter fronterizo, podría conocer (o hacernos creer que conoce) interioridades de personajes diferentes a sí mismo.

En el caso de describir un personaje es difícil dar la impresión de algo que no sea el propio yo, pero hay que vivir con ello.

Para evitar matar a los personajes

La primera impresión de un escritor sobre sus personajes podría ser tan errónea como la de un lector que apenas lleva un par de líneas leídas, por eso debemos realizar todas las preguntas que necesitemos para conocer de manera profunda al ser imaginario.

Hay que evitar derroches de fe por parte del autor en los personajes. No se puede manipular a los personajes, forzarlos a hacer cosas que ellos no harían. Por razones de sinceridad, de respeto al intento de representación de la humanidad, hay que aprender a tratar a los personajes con justicia.

Hay que evitar el ventrilocuismo, es decir, utilizar personajes como simples marionetas de nuestros puntos de vista: hay que observar la historia. Estamos hablando de un pedazo de mundo, no de ingredientes separados.

Cualquier cambio que hace el escritor en los antecedentes y la experiencia de un personaje debe tener repercusiones sutiles, pero no por ello obviadas.

El error ya mencionado de un protagonista que no actúa es uno de los más comunes en la ficción de principiantes.


Los personajes no deben ser seres demasiado interpretativos del embrollo del destino, demasiado listos. Tienen que tener perplejidad, la tendencia humana a caer en trampas.

Perseguir estereotipos, plagar un texto de ellos es no ver la realidad. "el gordito simpático", la "niña malcriada", la "mujer fatal" no dice nada, son denominaciones tan abiertas que permiten un exceso de participación del lector que termina por mostrar flojera y poca generosidad por parte del autor.

La descripción física no debería ser un atajo a la personalidad. Con ello King trata de prevenir acerca de las temibles: "sus inteligentes ojos", "el suspicaz mohín de su boca", "una nariz de sabueso".

Diálogos

Los actos de la gente son más reveladores que lo que dicen, las palabras son traidoras: lo que dicen las personas suelen comunicar una imagen que a ellas se les pasa totalmente por alto.

No hay que engañarse, el "se es dueño de lo que se calla y esclavo de lo que se dice" es un principio sin modificaciones en la ficción.

Para aprender a escribir diálogos conviene hablar mucho y escuchar mucho; sobre todo escuchar, y fijarse en los acentos, los ritmos, los dialectos y la jerga de varios grupos. Es evidente que un diálogo en tono Control machete/Elvis Crespo será diferente de otro en tono Armando Manzanero. Y no es cuestión de juzgar ninguno de estos tonos como "mejor" (ya lo revisábamos al hablar del lenguaje), sólo que no se puede obviar la conexión entre lenguaje y personajes. El buen escritor ajusta el lenguaje al hablante y a la ocasión.

La mejor manera de atribuir diálogos es dijo. Hay que evitar, en lo posible, cuando se convierten en una especie de sinónimo forzado para evitar la monotonía los "refutó", "replicó", "afirmó", "soltó".

Punto de vista

Para aquellas personas que ponen mucho énfasis en la ironía que en ocasiones es pose y un desprecio aparentemente arraigado contra los personajes que representan, es importante recordar a Forster: tal vez odiemos lo humano, pero si se lo quitamos al relato, no nos quedará más que un puñado de palabras.

Etiquetas:

El germen de la historia

Previo

Un taller de ocho sesiones tiene como principal reto crear entre nosotros una pequeña lista de convenciones que, aunque parezca irónico, apunten a recordar la libertad que a veces sacrificamos intentando seguir dogmas. Dos de ellas son especialmente importantes para la sesión de hoy y para sostener al taller y por eso comenzamos nombrándolas.

Los problemas en la ficción existen y, a diferencia de las matemáticas, no hay una solución; hay varias, cada una tiene sus matices y el gusto, el instinto y el entrenamiento lector lo que le dice a al escritor cual es la solución más idónea para el texto específico. El escritor está en la obligación de responsabilizarse por su escogencia y demostrar con su texto que esa era la mejor manera de resolver el problema.

Cuando se comienza a estar persuadido de que hay cosas que nunca pueden hacer en ficción y otras que siempre deben hacerse comienza un proceso de artritis que termina en rigidez pedante y atrofia de la intuición. Si esto queda claro ya se le ha sacado provecho a la sesión.

El germen de escribir historias

Si nos vamos al comienzo podemos decir que tiene que haber una predisposición a jugar con las historias, a articular anécdotas de un modo consciente para hacerlas más entretenidas. Uno se acerca por la fascinación sostenida hacia el cotilleo que rodea las vidas de los seres imaginarios.

Reflexionar acerca de por qué se dedican horas a trabajar con historias no reales o al menos no en el mismo plano de realidad cotidiana no es indispensable y, en dado caso, es mejor hacerlo en paralelo con la escritura como tal.

Sin embargo, podemos dar un punto de vista contenido en uno de los libros incluidos en la bibliografía. Vargas Llosa comenta que la escritura de ficción tiene en su origen un gesto de rebeldía por eso enfatiza que "las caras, anécdotas, situaciones, conflictos que se imponen a un escritor incitándolo a fantasear historias, son precisamente los que se refieren a esa disidencia con la vida real, en con el mundo tal como es..."
Hay muchos libros, entrevistas y otras publicaciones donde se habla de por qué se escribe, para comenzar, es mejor escribir.

El germen de la historia propiamente dicho

Se llama el germen de la historia porque se refiere a un estímulo que nos lleva a pensar en una situación que puede ser representada. Como fuente, cualquiera sirve: poemas, canciones, libros, mitos, leyendas, anécdotas personales. No se debe despreciar ninguna, pero no es necesario que estemos pendientes, al menos de manera consciente, pescando historias. No podemos acercarnos con prejuicios, sobre lo que es importante, elegante, trascendente, popular, estimulante, motivante.

En este punto, me gusta la comparación con las pruebas de alergias: se coloca sobre la piel un rectángulo con diferentes tipos de agentes y el tejido reacciona ante algunos: esos son los gérmenes. Entonces, tal vez, lo que hay que observar no son los estímulos exteriores sino aprender cómo uno reacciona, cuáles invitan a continuar la reflexión, la indagación.

John Gardner recuerda un dicho: lo que la imaginación envía, el escritor debe organizarlo con su criterio. Por lo tanto, hay que construir confianza en ese juicio (está relacionado con la lectura, con el saber cuál límites se han explorados y hasta donde se podrían expandir nuevas búsquedas).

Quiero volver sobre la idea de descubrimiento porque he confirmado que es riesgoso saber de manera perfecta qué va a pasar a lo largo de la historia, momento a momento. Si la historia no tiene el poder de sorprender a su escritor, mucho menos lo tendrá con sus lectores. La emoción -y a la vez la fuerza para emprender la tarea-, en mi experiencia, está en ese descubrimiento y la buena ficción en la mezcla de planificación y ese descubrimiento. Pero este descubrimiento no es sólo iluminación, es también trabajo, reflexión formularse las preguntas adecuadas, desde todos los puntos de vista.

Una historia estéticamente satisfactoria contendrá un sentido de lo extraño de la vida. No hay que desesperarse por tener, aparentemente, sólo un punto, un instante que a uno le parece que tiene una historia, como está explicado en "Mientras escribo": Las historias son reliquias, fragmentos de un mundo preexistente que no ha salido a la luz.
Hay que cuidar las herramientas que se utilizan para la excavación.

Punto de vista personal germen

No me gustan las historias donde la moraleja sea evidente, donde haya una intención efectista (el final de la película Philadelphia); no creo en la "necesidad de desahogarse", al menos como motor único de una ficción (creo que no alcanzaría).

Tema

Aunque es evidente que o bien aparecen juntos el germen de la historia y el tema, o una vez con el germen uno se pregunta acerca del tema, hay que tomar el consejo de Stephen King: empezar por las cuestiones e inquietudes temáticas es una de las recetas de la mala narrativa. Quiero comenzar con una cita que, en su momento, organizó algunas de las ideas que yo tenía con respecto a los temas, es del cuentista norteamericano Raymond Carver, de su ensayo "La vida de mi padre":

During those years I was trying to raise my own family and earn a living. But, one thing and another, we found ourselves having to move a lot. I couldn't keep track of what was going down in my dad's life. But I did have a chance one Christmas to tell him I wanted to be a writer. I might as well have told him I wanted to become a plastic surgeon. "What are you going to write about?" he wanted to know. Then, as if to help me out, he said, "Write about stuff you know about. Write about some of those fishing trips we took.

La importancia para mí de ese pasaje tiene que ver con que la respuesta del padre de Carver, aunque simple en apariencia, me parece que tiene un significado más sutil. Le dice al hijo escribe sobre quién eres, sobre quién fuiste y quería retomar el aspecto íntimo, personal de la escritura. Como dijimos no hay nada "malo" antes de escribirlo, pero es triste tomar siempre una pose de lo que sea: moralista, ambientalista, buen esposo, padre, degenerado, libertino sexual, guía espiritual. En la buena ficción esa intención debe surgir de manera natural y como parte del efecto superior y no de la confección superficial.

Hay escritores que recomiendan escribir sobre lo que se conoce. Hay que escribir sobre lo que a uno le importa, sobre eso se escribe mejor. Hay que escribir sobre aquello que nos obsesiona y excita y está visceralmente integrado a nuestra vida. Lo cual no es limitativo porque conocer tiene que ver directamente con cada uno de nosotros, aquí el dicho de que "depende del cristal con que se le mire" es cierto y cada uno tiene su propio cristal.

Siguiendo con esta imagen, lo que hay que hacer con el cristal es conocerlo, encontrarle un mango para manejarlo y, sobre todo, pulirlo. El mango se le consigue cuando se escribe continuamente o se analizan diferentes situaciones como posibles historias: es el proceso de reflexión que lleva al descubrimiento del cual hablábamos anteriormente. El cristal se pule leyendo, exponiéndose a la mayor cantidad de modelos posibles de ficción. No se puede ser mejor escritor que los libros que uno ha leído.

Hay que pensar y repensar la historia porque seguramente en ese proceso se topará uno con la vuelta particular, propia. La ficción no sólo le descubre al escritor los elementos de un relato determinado sino aspectos de sí mismos que no conocía o comprendía poco.

El tema no es bueno ni malo depende desde el punto de vista desde el cual se trata. Tenemos que conceder al artista su tema, su idea, su donnée: nuestra crítica se aplica solamente a lo que hace con ellos.

El principal tema de la ficción abarca las emociones, los valores y las creencias.

Se debe apuntar a la maestría y no a un catálogo de reglas.

Forster dice que el único mérito que en sí misma puede tener la historia es "conseguir que el público quiera saber qué ocurre después".

Una buena técnica es hacer preguntas en condicional. (¿Qué pasaría si...?)


Punto de vista temas

Escribir es crearse un mundo propio, alguien recomendaba que se debía por leer los textos en ayunas cada mañana al levantarse, una prueba de asco.

Etiquetas:

Otro relato del profesor, Baby's back in town

Don't let on, don't let go

You should know

It's just parts of who you are

Parts and accessories,

Josh Rouse








Estoy sentado frente a mi escritorio: hojas, computadora, lapiceros y, coronando, el teléfono conectado a la línea directa que me fue asignada hace seis meses. Detrás de los objetos, yo: buscando equilibrios entre cifras amontonadas, impresas en columnas sobre los papeles tendidos hacinadamente cubriendo la superficie de madera, mirando de cuando en cuando la blancura de las paredes (conservada por un pintor dos o tres veces durante el último año), tratando de sobrevivir a la rutina. Hoy es un día cualquiera.



De repente, el teléfono suena: un timbre y vuelvo a sentir la presión del trabajo; el segundo, dudo; el tercero y pienso que la pérdida del filtro que tenía en la recepcionista, más que un símbolo de status se ha convertido en una desventaja impensable. Finalmente (intervalo entre timbres cuatro y cinco) vence la lógica: levanto el auricular.



Pidió repetidamente que nos acompañaras a recibirla, dijo mamá con voz suplicante, por favor, haz todo lo posible por no faltar.



Baby’s back in town. Ya sabía que volvería, me había mandado un recado con su amante de turno. Cuelgo el teléfono y sólo un par de minutos después reparo en que no respondí si iría o no. El blanco de las paredes pierde pureza, el equilibrio en cualquier elemento de la habitación es imposible. Todos los recuerdos comienzan a actualizarse a pesar de no ser más que viejos archivos empolvados a los que ya no accedo por falta de costumbre o necesidad.



Me veo ocupando mi puesto en la sala de conferencias, mirando la pantalla blanca en la pared del fondo, a expensas de una mano invisible que presiona el botón permitiendo el avance de las diapositivas en las que organizo la memoria.



Baby en el centro de la mesa de una de nuestras navidades: el eje de la casa. Clic. Baby rodeada por todos nosotros en una foto tomada durante el crucero del '83: la presencia total. Clic. El puesto de baby vacío en el último cumpleaños de mamá: la ausencia insoportable. Ella era intocable y debía ser prácticamente adorada por todos. A mí no me molestaba concederle privilegios ridículos, ver toda la tolerancia de la que disfrutaba. Ella hacía difícil envidiarla.



Tengo que salir si quiero llegar a tiempo. Pido a la secretaria que haga los arreglos para que el chofer de la compañía me lleve a casa a buscar mi auto. Espero.



He pasado todo el día con la imagen de las diapositivas en la mente, con gula por los recuerdos, fomentando una búsqueda interior con pasión reprimida de voyeur. Desde que subí al auto y confirmé al chofer la dirección del edificio donde he vivido durante un año, el lugar adonde huí cuando el espacio dejado en la casa de nuestros padres por baby dejó de ser un cómodo vacío para convertirse en un déficit doloroso. A partir de entonces todo ha sido recrear, recomponer.



Sobre el cuero del asiento del lujoso auto coporativo recordé mi primer día en la universidad, cuando sentí a baby, a quien le faltaban un par de semestres para graduarse, a mi alcance por primera vez; aunque esto muy a mi pesar porque ella siempre había sido el modelo, el ídolo.



Siempre conversaba mucho conmigo, baby tenía un estilo para todo lo que hacía. Hablaba con un fraseo propio de Miles Davis, interrumpiendo las sílabas, colocando acentos insólitos en sus frases, haciendo desaparecer los finales de las oraciones, cambiando constantemente el tema central para crear una atmósfera que diluía el contenido de su conversación, impregnándonos de su desequilibrio. Así me conversaba mientras me viciaba con sus opiniones acerca de cada una de las cosas que experimentaba primero: la primaria, el bachillerato, la misma universidad, manejar, el alcohol, besar. Por eso me negué a que ella me llevara a la universidad, no estaba preparado para sentirme igual a baby, pedí a mi padre que me transportara mientras tenía suficiente edad para obtener mi licencia de conducir.



La convivencia universitaria fue mi primer encuentro con una baby más real, posiblemente sólo una de las máscaras de su armario, pero otra ella. La veía más distante que nunca, gravitando por los jardines y las cafeterías, riendo, escoltada por dos o tres seres extraños con todo tipo de perforaciones e incrustaciones en el cuerpo y ropa estrafalaria y negra, con deseos de no salir jamás de la universidad (casi nunca entraba a clases). Víctima de la acumulación de esos detalles, su encanto sobre mí comenzó a desaparecer. Se convirtió en una chica vulgar, una chica como otras que podía ver a mi lado o detrás de mí en un salón, grabando su nombre en una mesa de la biblioteca o fumando acostadas sobre la grama frente al edificio principal. El conductor tuvo que hacerme reaccionar para avisarme que habíamos llegado a casa.



Todavía aturdido tomé el ascensor, abrí la puerta y pensé que de esto nunca me había hablado baby, de la experiencia de vivir solo, dejar atrás el hogar y los pequeños rituales fastidiosos pero memorables de la convivencia con nuestros padres, creo que fue la primera aventura que tomé con total independencia. Ella un día dejó la universidad y poco después la casa. No le comentó a nadie. Se mudó con el dinero que le dejaba su asociación con unos amigos en un negocio de estampado de franelas, actividad que todos veíamos como su pasatiempo. Generalmente nos equivocábamos con ella.



Pocas veces desde su mudanza baby llamó, mi padre juró por todos los santos y demonios que nunca pisaría la casa de nuevo, mi madre lloró mucho. Vigila a baby, infórmate de lo que hace. Un día te vas a arrepentir, repetía monótonamente Javier, mi hermano mayor, a mamá, pero ella disminuía sus consejos y le explicaba: baby necesita su espacio, baby está madurando, está creciendo.



Ella sólo mantenía contacto regular conmigo. Me llamaba de vez en cuando, me invitaba incluso a su apartamento y nos reuníamos. Un par de palabras y estábamos de vuelta a los días anteriores, los días felices cuando aunque compartida, distraída ella era un poco mía. Como si estuviéramos conversando en la cocina de la casa, tostaba rebanadas de pan con pasas y un par de tazas de café que comíamos y tomábamos con desgano y hablábamos y reíamos para luego hundirnos en siestas ilógicas y fraternales que disfrutábamos hasta comienzos de la noche cuando yo volvía a casa con la esperanza de su retorno (aunque con la tristeza de no poder contar a nadie de la familia acerca de nuestros encuentros) y ella comenzaba su segunda y descontrolada vida nocturna con quienes la compartía.



Era reencontrarme conmigo, tenía rastros de baby derramados sobre todo mi pasado. Yo disfrutaba esos encuentros clandestinos y luego, en la casa, me reía a solas pensando en ella. Pero baby podía hacer muchas cosas menos lograr que las situaciones estables duraran. Vi mi cocina y me di cuenta de lo parecida que era a la de su apartamento. Ni siquiera recuerdo si fue una elección consciente.



Volteé hacia la puerta y me vi entrar aquella noche, estrenando la copia de la llave que me había obsequiado, para encontrar a uno de los inútiles y estrafalarios encima de mi hermana. Me escuché gritar mientras trataba de contar el tiempo que me restaba para bajar al aeropuerto. Sus reflejos y mi sorpresa le permitieron, una vez terminados mis reclamos, impactar uno de sus puños en mi boca que a pesar de un medio paso con el que retrocedí conservó suficiente solidez para herirme.



La sangre manó con lentitud, estimulado mis papilas gustativas, transformándome. Me lancé sobre el tipo quien entre la yerba y los tragos no opuso resistencia, cayendo de espalda y arrastrándome. Con el impulso comencé el ataque: mejillas, costados, abdomen, nuca, puños cerrados, una, dos, tres veces, lenta, rápidamente, mis ojos abiertos, blanco, sus ojos cerrados, rojo; mientras baby, única espectadora del match gritaba, pidiéndome que me detuviera.



No fueron más de cinco o seis minutos. Una gota de sudor que hizo arder mis ojos y el cansancio en mis puños y hombros me detuvieron. Me levanté, arrojé la llave, dije adiós con naturalidad, cerré la puerta. No volví a oír de baby. Tenía un par de horas para llegar.



Me cambié el pesado traje por ropa más casual, lavé mi cara, busqué las llaves del carro y salí del apartamento con la sensación de que abandonándolo escapaba de todos los espectros. Decidí no escuchar música para no aturdirme más y poder prepararme para verla de nuevo.



El tipo que dio su mensaje me lo había advertido: está muy enferma, usa muletas, ha perdido mucho peso. Hay amigos que dicen que es difícil reconocerla.



¿Cómo? ¿Podía el orden del mundo encajar un cambio tan profundo? Para mí era un placer distinguible verla desplazarse, parecía condenar, atenuar todo a su alrededor mientras se movía con seguridad y sutileza. A pesar de andar siempre escoltada por dos o más de sus amigos y llevar el cabello teñido de azules, rojos, naranjas o morados imposibles y no escuchar a nadie, esa manía de crear mundos autónomos para uno mismo y cegarse al entorno. Yo deseaba esperar por ella, presenciar todas las marcas que podía arrojar su termómetro emocional.



Me sentí sonreír varias veces en la autopista. Pensaba en baby como antes, como casi había perdido la costumbre de hacerlo. La extrañaba. Pensar en baby. Baby knows, baby ignores, baby remembers, baby forgets, baby's ready, baby’s not home. Baby's gone.



Llegué aquí y parecía que nuestra familia tenía reservado el espacio alrededor de la salida de pasajeros. Mi madre sonrió levemente al verme. Te esperábamos, dijo mi tía Aurora, Roberto está organizando todo para que recibamos a tu hermana en la puerta de salida. Mi tío el general, tenía tiempo sin verlo, sin saber de él. Ni de Aurora ni de Sofía, su hija. Caminamos escoltados por soldados sumisos y diligentes a las órdenes de su superior, todas las demás personas nos miraban mientras ingresábamos al área reservada para pasajeros, parecíamos miembros de una orquesta o, mejor, importantes inversionistas extranjeros a quienes con orgullo se nos mostraban las instalaciones del aeropuerto.





Estamos a pocos minutos, el avión acaba de aterrizar. Todos nos hemos ubicado en la sala alrededor de la puerta catorce. Todos son personas que apenas reconozco como familiares. Todos tienen mucho de lejanía con algunas excepciones.



Está Sofía, mi prima, que parece haber olvidado los días cuando decía a todos sus amigos que baby le había robado un novio y también la golpiza que le dio baby en una fiesta al enterarse del chisme. Está frente a mí, la veo triste. Conozco a Sofía, de niños baby y yo pasamos varios veranos con ella y con Aurora, su madre, en una casa en la playa. Está abatida, el azul de sus ojos es turbio.



Rosario (otra tía) está cerca de ellas mirando el techo. Parece pasar de todo lo que ocurre, está concentrada en su paisaje. Mi hermano Javier está nervioso, en momentos como este le debe ser más difícil no tener la muletilla del cigarro, sólo le queda morder sus uñas y caminar haciendo círculos alrededor de nuestros abuelos. Ellos están de pie, en silencio. Es el clima general, sólo se oyen muy espaciados susurros, murmullos.



La gente comienza a salir, igual habrá que esperar un poco más, los pasajeros con algún impedimento físico son dejados de últimos para su seguridad y comodidad. Roberto, el general, trae consigo un agente de inmigración para que realice el trámite rápidamente y podamos llevar a baby a casa sin mayores retardos. Mi tío debe recordar cuando llevaba a baby y compartía con ella las clases de equitación. Cosas, recuerdos, detalles. Días que se habían ido y hoy vuelven.



El volumen de pasajeros es cada vez menor, el momento está muy cerca. Baby'll be back pretty soon. De nuevo entre nosotros, nuestra, mía. Aún así yo sólo puedo verla como un niño, cuando ella capitaneaba cada uno de los juegos en los que nos embarcábamos como una líder bondadosa, capaz de escuchar ideas de sus subordinados y darles crédito por sus éxitos. Es una felicidad íntima, particular recordar los días en los que me contaba con paciencia historias que comenzaban en las palabras de un libro y crecían en su mente y su boca para formar relatos extraordinarios, de los que uno podría escuchar por años sin cansarse. Baby's a part of me.



Y estoy aquí, esperando por ella, a punto de ver la esperanza de las tardes de café y pan tostado concretarse y no puedo conciliar mis imágenes con las de su mensajero: está muy enferma, usa muletas, ha perdido mucho peso. Hay amigos que dicen que es difícil reconocerla. No parecen haber más pasajeros.



Vienen dos aeromozas, parecen traer otra persona en el medio. Todavía están lejos para distinguir. Papá y mamá caminan hacia el mostrador frente a la puerta. Javier se sienta. El presente se detiene. Un presentimiento. ¿Es ella? ¿Baby?

Etiquetas:

El milagro secreto, de Jorge Luis Borges

Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261.

La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.

Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.

Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...

El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.

Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.

Etiquetas:

El puente sobre el rio de Buho, de Ambrose Bierce

I

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldadados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que determina al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.

El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: nariz vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.

Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, le saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durrniente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente corriente!

Cerró sus ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en conjunto le había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los rnartillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente corno las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar... Oía el tictac de su reloj.

Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos -pensó-, podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la posición más avanzada de los invasores.»

Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó en un extremo.




II


Peyton Farquhar, cultivador adinerado, procedía de una respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase, fue, por supuesto, uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado, encontrar la ocasión de distinguirse.

Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.

Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco, próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió ávidamente información del frente.

- Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril -dijo el hombre- porque se preparan para avanzar. Han llegado hasta el puente del Búho, lo han reparado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
-¿A qué distancia está el puente del Búho? - pregunto Farquhar. -A unos cincuenta kilómetros.
-¿No hay tropas a este lado del río?
- Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía de este lado del puente.
- Suponiendo que un hombre, un ciudadano aficionado a la horca, pudiera despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía -dijo el plantador sonriendo -, ¿qué podría hacer?

El militar pensó:

- Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.

En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.




III

Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhar perdió la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que le rodeaba se alzó hasta el cielo.

Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable! Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado -pensó- no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo.»

Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía.

¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. «¡Ponedla de nuevo, ponedla de nuevo!». Creyó gritar estas palabras a sus manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y le sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol le cegó; su pecho se expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.

Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente, sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al golpearle. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su propio cuerpo que surcaba la corriente.

Había emergido boca abajo en el agua. Por un momento, el mundo parecía transcurrir con pasividad. Vio el puente, el fortín; vio a los vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándole con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.

De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.

Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él, en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz, que calmaba a los soldados e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:

-¡Atención, compañía! ¡Armas al hombro...! ¡Listos ...! ¡Apunten...! ¡Fuego...! Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con energía.

Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del agua. La corriente le había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente -pensó- no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar como les plazca. ¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!».

A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por encima de él, le cegó y le ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los árboles del bosque cercano.

«No empezarán de nuevo -pensó-. La próxima vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde: se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.»

De inmediato comenzó a dar vueltas y más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza le hizo tornar los sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima, bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en aquel lugar perfecto hasta que le capturaran. El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles le despertaron de su sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida. Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.

Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.

Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos. Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que le llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un indicio de humanidad próxima.

Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el bosque, vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.

Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga le había marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.

Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba, porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante: Se encuentra delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido de caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que lo atonta. Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón... y después, absoluto silencio y absoluta oscuridad.

Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del puente del Búho

Etiquetas: