Expresión escrita PSEC 2006-2007

Herramienta interactiva de la cátedra de Expresión escrita del Programa Superior de Escritura Creativa del Instituto ICREA en los turnos matutino y sabatino, a cargo del escritor Jesús Nieves Montero.

lunes, febrero 25, 2008

Sobre la relevancia en la ficción

Personajes, trama, escenas, pasajes narrativos, descripciones, entre otros, son algunos de los elementos indispensables que consideramos al momento de asumir el reto de enseñar cómo se construye una obra de narrativa de ficción, convencidos que, de prestar el debido cuidado a todos ellos y al equilibrio del conjunto, el resultado debería ser, más allá del texto correcto, una pieza de significación intelectual y emocional.

La relevancia parece que la hemos dejado pasar. La relevancia, la pertinencia, la utilidad que tiene para nosotros una obra como habitantes no de un vacío en el tiempo sino de unas coordenadas espacio-temporales y, especialmente, culturales, que nos propone un marco específico desde el cual debemos decodificar las informaciones y situaciones que van apareciendo en nuestro campo de conciencia.

Se piensa en relevancia, se piensa en pertinencia y parece que nos acercamos mucho, tal vez demasiado, al periodismo. Más allá de las particularidades de las líneas editoriales de los medios de comunicación, los periodistas parece gente destinada a tener la capacidad de distinguir aquello que es relevante -noticia- de lo que no lo es -caliche-. Se trata de un aprendizaje que, a la larga, parece volverse automatismo, instinto y que al final nos favorece como lectores ya que nos presenta sólo aquello que realmente requerimos informativamente, dando un segundo plano a las curiosidades y rellenos a los cuales podemos acercarnos por voluntad personal.

El escritor hace bastante poco con este tipo de relevancia y trata de abordarla en sus propios términos para ambicionar aquello que es desmesurado y, al mismo tiempo, el combustible que nos lleva página a página, libro a libro: el impacto en el lector.

La relevancia con base en lo actual

Lo que sí nos permite la visión periodística es una posibilidad de acercarnos a la relevancia: por la actualidad, la importancia que nuestro tiempo da a determinados sucesos. Sería cuestión de mirar las palabras más buscadas en google, leer varios estudios de mercados y empaparnos hasta la inmersión en estos datos. Con las situaciones y temas provistos por nuestra investigación tendríamos suficiente para saber hacia dónde deberíamos llevar nuestros textos.

Sin embargo, esta actualidad, es una actualidad efímera y, sobre todo, depende demasiado de claves muy bien determinadas de un contexto. Desde esta perspectiva nos acercamos a un componente fundamental de esa joya sencilla y desnuda que es la película Little Miss Sunshine.

Pese a que no es uno de los temas dominantes de la película, observamos una curiosidad que no puede tomarse como simple azar. Un televisor aparece con un papel importante en un par de ocasiones: en la primera, en la habitación de Dwayne y Frank antes de irse a dormir. En la habitación de al lado los padres de Dwayne discuten. Frank, su tío, en un esfuerzo por alejarlo de esta pelea entre adultos prende el televisor. En una rueda de prensa se dará derecho de palabra al ex-Secretario de Defensa Donald Rumsfeld.

Justo a la mañana siguiente, mientras en la sala de espera de un hospital la familia entera espera para conocer la vida o muerte del abuelo, hay otro televisor encendido. En este caso hay un infomercial el cual -fantasea uno- sin compadecerse del drama de la familia, se limita a vender un artefacto para cocinar, a enumerar funciones, a ensalzar el gozo de comer.

Políticos y comerciantes, dos fuerzas dominantes de la cultura norteamericana. Y, sobre todo, dos grupos que promocionan productos, ideologías, guerras y visiones del mundo de manera agresiva, con un proselitismo persistente. Después del 11 de septiembre de 2001, después de la invasión a Irak, después de tanta recesión económica, los Estados Unidos han sido conducidos por comerciantes y políticos con apenas mínimas interrupciones de voces alternativas.

Para nosotros, Little Miss Sunshine, entre otras virtudes, tiene la de presentarse como una mirada introspectiva a la norteamérica perdida y lejana. Perdida en la geografía -¿qué tanto de habla de Albuquerque o Scottsdale, en comparación con Los Angeles, Boston, Washington o Nueva York en la literatura o la cinematografía?-; lejana de los grandes dramas -¿qué tanto pueden aportar al debate de la guerra contra el terrorismo o la última decisión de la Rserva Federal un experto en Proust, un aprendiz de gurú de autoayuda, un abuelo narcodependiente y una niña cuyo sueño es ganar la corona de un pequeño concurso de belleza?

Ese panorama parece decirnos: tenemos nuestros problemas, nuestros conflictos, que no por pequeños y privados son menos importantes. Busquemos nuestros problemas, frustrémonos con ellos, observémoslos, enfrentémoslos, fracasemos, pero vivamos. No nos entreguemos a una decisión de una cúpula de Washington o la próxima máquina que hará nuestra cocina, nuestro auto o nuestras reparaciones domésticas más sencillas y rápidas. Reivindiquemos nuestro espacio.

Escuchemos, analicemos, agreguemos una herramienta a nuestro equipo para comprender nuestra vida y, deseablemente, actuemos en consonancia. He aquí la relevancia de lo actual.


La relevancia con base en lo intemporal

En la antigüedad, los filósofos apuntaban a las "cuestiones últimas". Esos temas, esos rasgos de nuestra humanidad y de nuestra relación con nuestro entorno que no se solucionan al viajar por el aire, al comer saludable o al generar más movimientos, productos o ideas por cada segundo de existencia. La muerte, el amor, la soledad, los celos, el odio son nuestros tesoros y castigos eternos.

La mejor ficción, por su parte, también toca estas cuestiones últimas, por eso es longeva, por eso la releemos y nos parece que en la solidaridad de Sancho y el Quijote o en la incapacidad de Emma Bovary para comprender su situación y evitar la tragedia, se encuentran lecciones capaces de hacernos replantearnos la vida o parte de ella.

Pero, ¿cómo se llega a esta relevancia? ¿Dónde está el secreto, cuál es el password?

Lamentablemente no tenemos respuestas, sin embargo, tenemos ejemplos, una vez más, contemporáneos y directos; una vez más, de la cinematografía.

Recientemente vimos El laberinto del fauno, la película de Guillermo del Toro. Entretenida, encantadora, asombrosa, fascinante; fascinante con esa extrañeza que Herny James consideraba una de las principales características de la mejor ficción.

Pero, ¿dónde está lo actual en esta fábula ambientada en el franquismo?

Frances Stonor en su libro La CIA y la Guerra Fría cultural dice que cualquier capacidad de ver el mundo en blancos y negros se perdió cuando, una vez terminada la II Guerra Mundial, inmediatamente se rompió la alianza de Estados Unidos y la U.R.S.S. y comenzó la Guerra Fría. Un proceso irreversible donde los malos y buenos quedaron encerrados en las líneas de los hermanos Grimm o de Charles Perrault. Un mundo enteramente gris.

Parece, entonces, que en estas circunstancias nos desenvolvemos. Los ecologistas pueden considerar atentados de cierta magnitud para defender el ambiente. Los políticos pueden llegar a adoptar aquella máxima que se pregunta cuánto puede valer una vida ante la posibilidad de un bienestar colectivo, y permitirse todo tipo de violencias. Entre imágenes y confesionarios podría uno toparse con un pederasta como representante de Dios. El camino a un cuerpo de apariencia atlética y saludable podría estar empedrado de potentes agentes químicos como apoyo.

La lucha del bien y el mal parece imposible, inconcebible hasta que nos debatimos entre transgredir o no una dieta, norma o vínculo, cada vez que nos dan un vuelto mayor al correspondiente y pensamos si lo devolvemos o lo conservamos, cuando nos remuerde la conciencia porque mentimos a un amigo para no reunirnos con él.

En cada uno de estos enfrentamientos, más allá del vencedor, hay una diferencia cualitativa en las razones del desenlace. A veces el miedo nos lleva a una victoria del bien o del mal. A veces el deseo de aparentar. El conocimiento. Los registros de comportamientos pasados. Los ideales. Las convicciones.

Y, en El laberinto del fauno, es la imaginación, son los sueños, los que triunfan. El franquismo es una fuerza tangible, el capitán Vidal reniega de sus sentidos, de sus afectos, su único deseo es asegurar la perpetuación de su estirpe y servir dócilmente al sistema dominante. Para lograrlo abusa, humilla, mata. Es el mal condensado en una sola persona. Lo que se puede esperar de esto es ceguera, es la imposibilidad de echar la mirada más allá del obligo propio y del ombligo de quien ordena. Para Vidal no hay compasión, solidaridad ni cariño.

Tampoco hay la posibilidad de que pre-exista un mundo que nada tiene que ver con la "una, grande y libre", ni con caudillos por la gracia de un dios de circunstancias. Un mundo donde los reyes viven por siglos, donde lo que se pierde no se olvida sino que se busca en ese mundo o en cualquier otro que coexista.

Donde una niña que parece ser víctima indefensa de sus abusos es una princesa. Donde hay pruebas de carácter fantástico que deben superarse para poder acceder hasta el palacio lleno de colores y lujos que alimentan los sentidos, hasta la reunión familiar que permite que ese mundo sea feliz por siempre.

Es un mundo al cual se llega hurgando en los libros, leyendo con fervor infantil sus páginas, exponiéndonos a la exuberancia de la naturaleza y abriéndonos no a lo evidente que nos ofrece el entorno sino al conjunto de posibilidades que pueden sostener la solidez de las formas, al correlato oscuro y casi imperceptible del cual nos separan hadas madrinas, laberintos y faunos.

Por eso decimos que, en un mundo donde parecen gobernar los grises, y donde muchas de los campos donde la confrontación bien-versus-mal puede resultar posible las victorias se obtienen de forma decadente, una obra que nos presente la posibilidad de utilizar como armas los sueños y la imaginación nos hace reflexionar, nos inspira, nos enaltece.

Después de todo puede que se trate de la única garantía, de la única certeza que desde las noches frías e inciertas de los primitivos contando relatos de caza alrededor del fuego, hasta el ejecutivo que se pregunta cómo hará para lograr su cuota, sus objetivos y superar a sus pares para segurar su sustento y sus símbolos de status, nos acompaña en el centro de nuestra humanidad y nos hace pensar que el mal puede ser sutil, hermosa pero, sobre todo, contundentemente derrotado.

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Dochera, un relato de Edmundo Paz Soldán (Bolivia)

a Piero Ghezzi

Todas las tardes la hija de Inaco se llama Io, Aar es el río de Suiza, Somerset Maugham ha escrito La luna y seis peniques y Philip Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? El símbolo quím8ico del oro es Au, Ravel ha compuesto el Bolero y hay puntos y rayas que indican letras. Insípido es soso, las iniciales del asesino de Lincoln son JWB, las casas de campo de los jerarcas rusos son dachas, Puskas es un gran futbolista húngaro, Veronica Lake es una famosa femme fatale , héroe de Calama es Avaroa y la palabra clave de Ciudadano Kane es Rosebud. Todas las tardes Benjamín Laredo revisa diccionarios, enciclopedias y trabajos pasados para crear el crucigrama que saldrá al día siguiente en El Heraldo de Piedras Blancas. Es una rutina que ya dura veinticuatro años: después del almuerzo, Laredo se pone un apretado terno negro, camisa de seda blanca, corbata de moño rojo y zapatos de charol que brillan como los charcos en las calles después de una noche de lluvia. Se perfuma, afeita y peina con gomina, y luego se encierra en su escritorio con una botella de vino tinto y el concierto de violín de Mendelssohn en el estéreo para, con una caja de lápices Staedtler de punta fina, cruzar palabras en líneas horizontales y verticales, junto a fotos en blanco y negro de políticos, artistas y edificios célebres. Una frase serpentea a lo largo y ancho del cuadrado, la de Oscar Wilde la más usada, Puedo resistir a todo menos a las tentaciones. Una de Borges es la favorita del momento: He cometido el peor de los pecados: no fui feliz. ¡Preclara belleza de lo que se va creando ante nuestros ojos nunca cansados de sorprenderse! ¡Maravilla de la novedad en la repetición! ¡Pasmo ante el acto siempre igual y siempre nuevo!
Sentado en la silla de nogal que le ha causado un dolor crónico en la espalda, royendo la madera astillada del lápiz, Laredo se enfrenta al rectángulo de papel bond con urgencia, como si en éste se encontrara oculto en su basta claridad, el mensaje cifrado de su destino. Hay momentos en que las palabras se resisten a entrelazarse, en que un dato orográfico no quiere combinar con el sinónimo de impertérrito. Laredo apura su vino y mira hacia las paredes. Quienes pueden ayudarlo están ahí, en fotos de papel sepia que parecen gastarse de tanto ser observadas, un marco de plata bruñida al lado de otro atiborrando los cuatro costados y dejando apenas un espacio para un marco más: Wilhelm Kundt, el alemán de la nariz quebrada (la gente que hace crucigramas es muy apasionada), el fugitivo nazi que en menos de dos años en Piedras Blancas se inventó un pasado de célebre crucigramista gracias a su exuberante dominio del castellano —decían que era tan esquelético porque sólo devoraba páginas de diccionarios de etimologías en el desayuno, almorzaba sinónimos y antónimos, cenaba galicismos y neologismos—; Federico Carrasco, de asombroso parecido con Fred Astaire, que descendió en la locura al creerse Joyce e intentara hacer de sus crucigramas reducidas versiones de Finnegans Wake; Luisa Laredo, su madre alcohólica, que debió usar el seudónimo de Benjamín Laredo para que sus crucigramas abundantes en despreciada flora y fauna y olvidadas artistas pudieran ganar aceptación y prestigio en Tierras Blancas; su madre, que lo había criado sola (al enterarse del embarazo, el padre de dieciséis años huyó en tren y no se supo más de él), y que, al descubrir que a los cinco años él ya sabía que agarradera era asa y tasca bar, le había prohibido que hiciera sus crucigramas por miedo a que siguiera su camino. Cansa ser pobre. Tú serás ingeniero. Pero ella lo había dejado cuando tenía diez, al no poder resistir un feroz delirium tremens en el que las palabras cobraban vida y la perseguían como mastines tras la presa.
Todos los días Laredo mira al crucigrama en estado de crisálida, y luego a las fotos en las paredes. ¿A quién invocaría hoy? ¿Necesitaba la precisión de Kundt? Piedra labrada con que se forman los arcos o bóvedas, seis letras. ¿El dato entre arcano y esotérico de Carrasco? Cinematográfico de John Ford en El Fugitivo, ocho letras. ¿La diligencia de su madre para dar un lugar a aquello que se dejaba de lado? Preceptora de Isabel la Católica, autora de unos comentarios a la obra de Aristóteles, siete letras. Alguien siempre dirige su mano tiznada de carbón al diccionario y enciclopedia correctos (sus preferidos, el de María Moliner, con sus bordes garabateados, y la Enciclopedia Británica desactualizada pero capaz de informarlo de árboles caducifolios y juegos de cartas en la alta edad media), y luego ocurre la alquimia verbal y esas palabras yaciendo incongruentes una al lado de otra -dictador cubano de los 50, planta dicotiledónea de Centro América, deidad de los indios Mohauks-, de pronto cobran sentido y parecen nacidas para estar una al lado de la otra.
Después, Laredo camina las siete cuadras que separan su casa del rústico edificio de El Heraldo, y entrega el crucigrama a la secretaria de redacción, en un sobre lacrado que no puede ser abierto hasta minutos antes de ser colocado en la página A14. La secretaria, una cuarentona de camisas floreadas y lentes de cristales negros e inmensos como tarántulas dormidas, le dice cada vez que puede que sus obras son joyas para guardar en el alhajero de los recuerdos, y que ella hace unos tallarines con pollo para chuparse los dedos, y a él no le vendría mal un paréntesis en su admirable labor. Laredo murmura unas disculpas, y mira al suelo. Desde que su primera y única novia lo dejó a los dieciocho años por un muy premiado poeta maldito -o, como él prefería llamarlo, un maldito poeta-, Laredo se había pasado la vida mirando al suelo cuando tenía alguna mujer cerca suyo. Su natural timidez se hizo más pronunciada, y se recluyó en una vida solitaria, dedicada a sus estudios de arqueología (abandonados al tercer año) y al laberinto intelectual de los crucigramas. La última década pudo haberse aprovechado de su fama en algunas ocasiones, pero no lo hizo porque él, ante todo, era un hombre muy ético.
Antes de abandonar el periódico, Laredo pasa por la oficina del editor, que le entrega su cheque entre calurosas palmadas en la espalda. Es su única exigencia: cada crucigrama debe pagarse el día de su entrega, excepto los del sábado y el domingo, que se pagan el lunes. Laredo inspecciona el cheque a contraluz, se sorprende con la suma a pesar de conocerla de memoria. Su madre estaría muy orgullosa de él si supiera que podía vivir de su arte. Debiste haber confiado más en mí, mamá. Laredo vuelve al hogar con paso cansino, rumiando posible definiciones para el siguiente día. Pájaro extinguido, uno de los primeros reyes de Babilonia, país atacado por Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor, isótopo radiactivo de un elemento natural, civilización contemporánea de la nazca en la costa norte del Perú, aria de Verdi, noveno mes del año lunar musulmán, tumor producido por la inflamación de los vasos linfáticos, instrumento romo, rebelde sin causa.
Ese atardecer, Benjamín Laredo volvía a casa más alegre de lo habitual. Todo le parecía radiante, incluso el mendigo sentado en la acera con la descoyuntada cintura ósea que termina por la parte inferior el cuerpo humano (seis letras), y el adolescente que apareció de improviso en una esquina, lo golpeó al pasar y tenía una grotesca prominencia que forma el cartílago tiroides en la parte anterior del cuello (cuatro letras). Acaso era el vino italiano que había tomado ese día para celebrar el fin de una semana especial por la calidad de sus cuatro últimos crucigramas. El del miércoles, era el film noir, con la foto de Fritz Lang en la esquina superior izquierda y a su lado derecho la del autor de Double Indemnity, había motivado numerosas cartas de felicitación. Estimado señor Laredo: le escribo estas líneas para decirle que lo admiro mucho, y que estoy pensando en dejar mis estudios de ingeniería industrial para seguir sus pasos. Muy Apreciado: Ojalá que Sigas con los Crucigramas Temáticos. ¿Qué Tal Uno que Tenga como Tema las Diversas Formas de Tortura Inventadas por los Militares Sudamericanos el Siglo XX? Laredo palpaba las cartas en su bolsillo derecho y las citaba de corrido como si estuviera leyéndolas en Braille. ¿Estaría ya a la altura de Kuntz? ¿Había adquirido la inmortalidad de Carrasco? ¿Lograba superar a su madre para así recuperar su nombre? Casi. Faltaba poco. Muy poco. Debía haber un Premio Nobel para artistas como él: hacer crucigramas no era menos complejo y trascendental que escribir un poema. Con la delicadeza y la precisión de un soneto, las palabras se iban entrelazando de arriba abajo y de izquierda a derecha hasta formar un todo armonioso y elegante. No se podía quejar: su popularidad era tal en Piedras Blancas que el municipio pensaba bautizar una calle con su nombre. Nadie ya leía a los poetas malditos, y menos a los malditos poetas, pero prácticamente todos en la ciudad, desde ancianos beneméritos hasta gráciles Lolitas -obsesión de Humbert Humbert, personaje de Nabokov, Sue Lyon en la pantalla gigante-, dedicaban al menos una hora de sus días a intentar resolver sus crucigramas. Más valía el reconocimiento popular en un arte no valorado que una multitud de premios en un campo tomado en cuenta sólo por unos pretenciosos estetas, incapaces de reconocer el aire de los tiempos.
En la esquina a una cuadra de su casa una mujer con un abrigo negro esperaba un taxi (piel usada para la confección de abrigos, cinco letras). Las luces del alumbrado público se encendieron, su fulgor anaranjado reemplazando pálidamente la perdida luz del atardecer. Laredo pasó al lado de la mujer; ella volcó la cara y lo miró. Era joven, de edad indefinida: podía tener diecisiete o treinta y cinco años. Tenía un mechón de pelo blanco que le caía sobre la frente y le cubría el ojo derecho. Laredo continuó la marcha. Se detuvo. Ese rostro...
Un taxi se acercaba. Giró y le dijo:
-Perdón. No es mi intención molestarla, pero...
-Pero me va a molestar.
-Sólo quería saber su nombre. Me recuerda a alguien.
-Dochera.
-¿Dochera?
-Disculpe. Buenas noches.
El taxi se había detenido. Ella subió y no le dio tiempo de continuar la charla. Laredo esperó que el destartalado Ford Falcon se perdiera antes de proseguir su camino. Ese rostro... ¿a quién le recordaba ese rostro?
Se quedó despierto hasta la madrugada, dando vueltas en la cama con la luz de su velador encendida, explorando en su prolija memoria en busca de una imagen que correspondiera de algún modo con la nariz aguileña, la tez morena y la quijada prominente, la expresión entre recelosa y asustada. ¿Un rostro entrevisto en la infancia, en una sala de espera en un hospital, mientras, de la mano de su abuelo, esperaba que le informaran que su madre había vuelto de la inconsciencia alcohólica? ¿En la puerta del cine de barrio, a la hora de la entrada triunfal de las chicas de minifalda rutilantes, de la mano de sus parejas? Aparecía la imagen de senos inverosímiles de Jayne Mansfield, que había recortado de un periódico y colado en una página de su cuaderno de matemáticas, la primera vez que había intentado hacer un crucigrama, un día después del entierro de su madre. Aparecían rubias y de pelo negro oloroso a manzana, morenas hermosas gracias al desparpajo de la naturaleza o a los malabares del maquillaje, secretarias de rostros vulgares y con el encanto o la insatisfacción de lo ordinario, mujeres de la realeza y desconocidas con las que se había cruzado por la calle, la piel no tocada varios días por el agua.
La luz se filtraba, tímida, entre las persianas de la habitación cuando apareció la mujer madura con un mechón blanco sobre la cabeza. La dueña de El Palacio de las princesas dormidas, la revistería del vecindario donde Laredo, en la adolescencia, compraba los Siete Días y Life de donde recortaba las fotos de celebridades para sus crucigramas. La mujer que se le acercó con una mano llena de anillos de plata al verlo ocultar con torpe disimulo, en una esquina del recinto oloroso a periódicos húmedos, una Life entre los pliegues de la chamarra de cuero marrón.
-¿Cómo te llamas?
Lo agarraría y lo denunciaría a la policía. Un escándalo. En su cama, Laredo revivía el vértigo de unos instantes olvidados durante tantos años. Debía huir.
-Te he visto muchas veces por aquí. ¿Te gusta leer?
-Me gusta hacer crucigramas.
Era la primera vez que lo decía con tanta convicción. No había que tenerle miedo a nada. La mujer abrió sus labios en una sonrisa cómplice, sus mejillas se estrujaron como papel.
-Ya sé quién eres. Benjamín. Como tu madre, Dios la tenga en su gloria. Espero que no te guste hacer otras cosas tontas como ella.
La mujer le dio un pellizco tierno en la mejilla derecha. Benjamín sintió que el sudor se escurría por sus sienes. Apretó la revista contra su pecho.
-Ahora lárgate, antes de que venga mi esposo.
Laredo se marchó corriendo, el corazón apresurado como ahora, repitiéndose que nada le gustaba más que hacer crucigramas. Nada. Desde entonces no había vuelto a El palacio de las princesas dormidas por una mezcla de vergüenza y orgullo. Había incluso dado rodeos para no cruzar por la esquina y toparse con la mujer. ¿Qué sería de ella? Sería una anciana detrás del mostrador de la revistería. O quizás estaría cortejando a los gusanos en el cementerio municipal. Laredo repitió, su cuerpo fragmentado en líneas paralelas por la luz del día: nada me más que. Nada. Debía pasar la página, devolver a la mujer al olvido en que la tenía prisionera. Ella no tenía nada que ver con su presente. El único parecido con Dochera era el mechón blanco. Dochera, susurró, los ojos revoloteando por las paredes desnudas de la habitación. Do-che-ra.
Era un nombre extraño. ¿Dónde podría volver a encontrarla? Si había tomado el taxi tan cerca de su casa, acaso vivía a la vuelta de la esquina: se estremeció al pensar en esa hipotética cercanía, se mordió las uñas ya más que mordidas. Lo más probable, sin embargo, era que ella hubiera estado regresando a su casa después de visitar a alguna amiga. O a familiares. ¿A un amante? Dochera. Era un nombre muy extraño.
Al día siguiente, incluyó en el crucigrama la siguiente definición: Mujer que espera un taxi en la noche, y que vuelve locos a los hombres solitarios y sin consuelo. Siete letras, segunda columna vertical. Había transgredido sus principios de juego limpio y su responsabilidad para con sus seguidores. Si las mentiras que poblaban las páginas de los periódicos, en las declaraciones de los políticos y los funcionarios de gobierno, se extendían al reducto sagrado de las palabras cruzadas, estables en su ofrecimiento de verdades fáciles de comprobar con una buena enciclopedia, ¿qué posibilidades existían para que el ciudadano común se salvara de la generalizada corrupción? Laredo había dejado en suspensión esos dilemas morales. Lo único que le interesaba era enviar un mensaje a la mujer de la noche anterior, hacerle saber que estaba pensando en ella. La ciudad era muy chica, ella debía haberlo reconocido. Imaginó que ella, al día siguiente, haría el crucigrama en la oficina en la que trabajaba, y se encontraría con ese mensaje de amor que la haría sonreír. Dochera, escribiría con lentitud, paladeando el momento, y luego llamaría al periódico para avisar que había recibido el mensaje, podían tomar un café una de esas tardes.
Esa llamada no llegó. Sí, en cambio, las de muchas personas que habían intentado infructuosamente resolver el crucigrama y pedían ayuda o se quejaban de su dificultad. Cuando, un día después, fue publicada la solución, la gente se miró incrédula. ¿Dochera? ¿Quién había oído hablar de Dochera? Nadie se animó a preguntarle o discutirle a Laredo: si él lo decía, era por algo. No por nada se había ganado el apodo de El Hacedor. El Hacedor sabía cosas que la demás gente no conocía.
Laredo volvió a intentar con: Turbadora y epifánica aparición nocturna, que ha convertido un solitario corazón en una suma salvaje y contradictoria de esperanzas y desasosiegos. Y: De noche, todos los taxis son pardos, y se llevan a la mujer de mechón blanco, y con ella mi órgano principal de circulación de la sangre. Y: A una cuadra de la Soledad, al final de la tarde, hubo el despertar de un mundo. Los crucigramas mantenían la calidad habitual, pero todos, ahora, llevaban inserta, como una cicatriz que no acababa de cerrarse, una definición que remitiera al talismánico nombre de siete letras. Debía parar. No podía. Hubo algunas críticas; no le interesaba (autor de El criticón, siete letras). Sus seguidores se fueron acostumbrando, y comenzaron a ver el lado positivo: al menos podían comenzar a resolver el crucigrama con la seguridad de tener una respuesta correcta. Además, ¿no eran los genios extravagantes? Lo único diferente era que a Laredo le había tomado veinticinco años encontrar su lado excéntrico. Al Beethoven de Piedras Blancas bien podían permitírsele acciones que se salían de lo acostumbrado.
Hubo cincuenta y siete crucigramas que no encontraron respuesta. ¿Se había esfumado la mujer? ¿O es que Laredo se había equivocado en el método? ¿Debía rondar todos los días la esquina de su casa, hasta volverse a encontrar con ella? Lo había intentado tres noches, la gomina Lord Cheseline refulgiendo en su cabellera como si se tratara de un ángel en una fallida encarnación mortal. Se sintió ridículo y vulgar acosándola como un asaltante. También había visitado, sin suerte, las compañías de taxis en la ciudad, tratando de dar con los taxistas de turno aquella noche (las compañías no guardaban las listas, hablaría con el director del periódico, alguien debía escribir una editorial al respecto). ¿Poner un aviso de una página en El Heraldo, describiendo a Dochera y ofreciendo dinero al que pudiera darle información sobre su paradero? Pocas mujeres debían tener un mechón de pelo blanco, o un nombre tan singular. No lo haría. No había publicidad superior a la de sus crucigramas: ahora toda la ciudad, incluso quienes no hacían crucigramas, sabía que Laredo estaba enamorado de una mujer llamada Dochera. Para ser un tímido enfermizo, Laredo ya había hecho mucho (cuando la gente le preguntaba quién era ella, él bajaba la mirada y murmuraba que en una tienda de libros usados había encontrado una invaluable y ya agotada enciclopedia de los Hititas).
¿Y si la mujer le había dado un nombre falso? Esa era la posibilidad más cruel.
Una mañana, se le ocurrió visitar el vecindario de su adolescencia, en la zona noroeste de la ciudad, profusa en sauces llorones. El entrecruzamiento de estilos creaba una zona de abigarradas temporalidades. Las casonas de patios interiores coexistían con modernas residencias, el kiosko del Coronel, con su vitrina de anticuados frascos de farmacia para los dulces y las gomas de mascar perfumadas (siete letras), estaba al lado de una peluquería en la que se ofrecía manicura para ambos sexos. Laredo llegó a la esquina donde se encontraba la revistería. El letrero de elegantes letras góticas, colgado sobre una corrediza puerta de metal, había sido sustituido por un basto anuncio de cerveza, bajo el cual se leía, en letras pequeñas, Restaurante El palacio de las princesas. Laredo asomó la cabeza por la puerta. Un hombre descalzo y en pijamas azules trapeaba el piso de mosaicos de diseños árabes. El lugar olía a detergente de limón.
-Buenos días.
El hombre dejó de trapear.
-Perdone... Aquí antes había una revistería.
-No sé nada, sólo soy un empleado.
-La dueña tenía un mechón de pelo blanco.
El hombre se rascó la cabeza.
-Si es en la que estoy pensando, murió hace mucho. Era la dueña original del restaurante. Fue atropellada por un camión distribuidor de cervezas, el día de la inauguración.
-Lo siento.
-Yo no tengo nada que ver. Sólo soy un empleado.
-¿Alguien de la familia quedó a cargo?
-Su sobrino. Ella era viuda, y no tenía hijos. Pero el sobrino lo vendió al poco tiempo, a unos argentinos.
-Para no saber nada, usted sabe mucho.
-¿Perdón?
-Nada. Buenos días.
-Un momento... ¿No es usted...?
Laredo se marchó con paso apurado.
Esa tarde, escribía el crucigrama cincuenta y ocho de su nuevo período cuando se le ocurrió una idea. Estaba en su escritorio con un traje negro que parecía haber sido hecho por un sastre ciego (los lados desiguales, un corte diagonal en las mangas), la corbata de moño rojo y una camisa blanca manchada por gotas del vino tinto que tenía en la mano -Merlot, Les Jamelles-. Había treinta y siete libros de referencia apilados en el suelo y en la mesa de trabajo; los violines de Mendelssohn acariciaban sus lomos y sobrecubiertas ajadas. Hacía tanto frío que hasta Kundt, Carrasco y su madre parecían tiritar en las paredes. Con un Staedtler en la boca, Laredo pensó que la demostración de su amor había sido repetitiva e insuficiente. Acaso Dochera quería algo más. Cualquiera podía hacer lo que él había hecho; para distinguirse del resto, debía ir más allá de sí mismo. Utilizando como piedra angular la palabra Dochera, debía crear un mundo. Afluente del Ganges, cuatro letras: Mars. Autor de Todo verdor perecerá, ocho letras: Manterza. Capital de Estados Unidos, cinco letras: Deleu. Romeo y... seis letras: Senera. Dirigirse, tres letras: lei. Colocó las cinco definiciones en el crucigrama que estaba haciendo. Había que hacerlo poco a poco, con tiento.
Adolescentes en los colegios, empleados en sus oficinas y ancianos en las plazas se miraron con asombro: ¿se trataba de un error tipográfico? Al día siguiente descubrieron que no. Laredo se había pasado de los límites, pensaron algunos, rumiando la rabia de tener entre sus manos un crucigrama de imposible resolución. Otros aplaudieron los cambios: eso hacía más interesantes las cosas. Sólo lo difícil era estimulante (dos palabras, diez letras). Después de tantos años, era hora de que Laredo se renovara: ya todos conocían de memoria su repertorio, sus trucos de viejo malabarista verbal. El Heraldo comenzó a publicar, aparte del crucigrama de Laredo, uno normal para los descontentos. El crucigrama normal fue retirado once días después.
La furia nominalista del Beethoven de Piedras Blancas se fue acrecentando a medida que pasaban los días y no oía noticias de Dochera. Sentado en su silla de nogal noche tras noche, fue destruyendo su espalda y construyendo un mundo, superponiéndolo al que ya existía y en el que habían colaborado todas las civilizaciones y los siglos que confluían, desde el origen de los tiempos, en un escritorio desordenado en Piedras Blancas ¡Preclara belleza de lo que se va creando ante nuestros ojos nunca cansados de sorprenderse! ¡Maravilla de la novedad en la novedad! ¡Pasmo ante el acto siempre nuevo y siempre nuevo! Se veía bailando los aires de una rondalla en el Cielo de los Hacedores -en el que los Crucigramistas ocupaban el piso más alto, con una vista privilegiada del Jardín del Paraíso, y los Poetas el último piso-, de la mano de su madre y mientras Kundt y Carrasco lo miraban de abajo a arriba. Se veía desprendiéndose de la mano de su madre, convirtiéndose en una figura etérea que ascendía hacia una cegadora fuente de luz.
La labor de Laredo fue ganando en detalle y precisión mientras sus provisiones de papel bond y Staedtler se acababan más rápido que de costumbre. La capital de Venezuela, por ejemplo, había sido primero bautizada como Senzal. Luego, el país del cual Senzal era capital había sido bautizado como Zardo. La capital de Zardo era ahora Senzal. Los héroes que habían luchado en las batallas de la independencia del siglo pasado fueron rebautizados, así como la orografía y la hidrografía de los cinco continentes, y los nombres de presidentes, ajedrecistas, actores, cantantes, insectos, pinturas, intelectuales, filósofos, mamíferos, planetas y constelaciones. Cima era ruda, sima era redo. Piedras Blancas era Delora. Autor de El mercader de Venecia era Eprinip Eldat. Famoso creador de crucigramas era Bichse. Especie de chaleco ajustado al cuerpo era frantzen. Objeto de paño que se lleva sobre el pecho como signo de piedad era vardelt. Era una labor infinita, y Laredo disfrutaba del desafío. La delicada pluma de un ave sostenía un universo.
El atardecer doscientos tres, Laredo volvía a casa después de entregar su crucigrama. Silbaba La caballería rústicana desafinando. Dio unos pesos al mendigo de la doluth descoyuntada. Sonrió a una anciana que se dejaba llevar por la correa de un pekinés tuerto (¿pekinés? ¡zendala!). Las luces de sodio del alumbrado público parpadeaban como gigantescas luciérnagas (¡erewhons!). Un olor a hierbabuena escapaba de un jardín en el que un hombre calvo y de expresión melancólica regaba las plantas. En algunos años, nadie recordará los verdaderos nombres de esas buganvillas y geranios, pensó Laredo.
En la esquina a cinco cuadras de su casa una mujer con un abrigo negro esperaba un taxi. Laredo pasó a su lado; ella volcó la cara y lo miró. Era joven, de edad indefinida. Tenía un mechón de pelo blanco que le caía sobre la frente y le cubría el ojo izquierdo. La nariz aguileña, la tez morena y la quijada prominente, la expresión entre recelosa y asustada.
Laredo se detuvo. Ese rostro...
Un taxi se acercaba. Giró y le dijo:
-Usted es Dochera.
-Y usted es Benjamín Laredo.
El Ford Falcon se detuvo. La mujer abrió la puerta trasera y, con una mano llena de anillos de plata, le hizo un gesto invitándolo a entrar.
Laredo cerró los ojos. Se vio robando ejemplares de Life en El palacio de las princesas dormidas. Se vio recortando fotos de Jayne Mansfield, y cruzando definiciones horizontales y verticales para escribir en un crucigrama. Puedo resistir todo menos a las tentaciones. Vio a la mujer del abrigo negro esperando un taxi aquel lejano atardecer. Se vio sentado en su silla de nogal decidiendo que el afluente del Ganges era una palabra de cuatro letras. Vio el fantasmagórico curso de su vida: una pura, asombrosa, traslúcida línea recta.
¿Dochera? Ese nombre también debería ser cambiado. ¡Mukhtir! Se dio la vuelta. Prosiguió su camino, primero con paso cansino, luego a saltos, reprimiendo sus deseos de volcar la cabeza, hasta terminar corriendo las dos cuadras que le faltaban para llegar al escritorio en el que, en las paredes atiborradas de fotos, un espacio lo esperaba.

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Un relato del profesor: Virginia y tú, de Jesús Nieves Montero

Virginia y tú*
A Marta
Y a Juan Carlos, a Claudia y a Samanta

Hay cosas en las que sólo piensas cuando estás develado y son las tres y dos o tres y cinco de la mañana, esa hora inverosímil que cuando la ves en el decodificador de televisión por cable no la crees y asumes que debes estar cayendo en otra etapa del sueño, como los escalones de arena de una playa a la que fuiste cuando niño con tus padres, en la que cada paso era un bajar más y más en profundidad.

Hay cosas que no le cuentas a Virginia.

Enciendes el televisor en Meridiano T.V., el volumen en cero, juegan los Marlins contra los Bravos en repetición del juego estelar de la noche anterior. Y tú con tanto trabajo, y tú que tienes que madrugar mañana y Virginia que duerme, callada, dándote la espalda, arropada hasta la nariz, dejando descubiertos sus ojos, su nuca, su cabello. Igual buscas los audífonos para poder escuchar el juego sin molestarla.

Tendrá que acompañarte el béisbol. Pero no son los equipos, aunque, claro, Mike Hampton contra Al Leiter es aún un buen duelo y de repente, sospechas, porque no sabes el resultado y te niegas a ir hasta la computadora para entrar en yahoo sports y enterarte, que puede que los dos zurdos hayan logrado salvarse de los músculos de esteroides de sus rivales y hayan podido limitar las carreras.
Tampoco es el juego. Escuchas primero un comentario de Dámaso Blanco e, inmediatamente, como ocurre en las transmisiones de béisbol, una fractura en las palabras porque Beto Perdomo tiene que narrar la jugada y la gente está viendo un rolling por primera, out seguro, pero igual hay que describírselo. En lugar de mirar el movimiento —de cualquier manera en un juego hay entre cincuenta y uno o cincuenta y cuatro outs, puedes permitirte perder alguno— recuerdas a Carlos Tovar Bracho y regresas a 1990.

Sin Virginia, en casa de tus padres, ni siquiera tú eras esa individualidad a la que te tanto tiempo de pensamiento dedicas ahora. Comenzabas a estudiar tercer año de bachillerato en La Salle La Colina, las clases de física las interrumpía la profesora Macary San Luis para confirmarles que las imágenes que veían en televisión de la llamada Guerra del Golfo —luces verdes irreconocibles sobre un fondo negro, bombardeos sobre la noche iraquí— formaban parte de un evento importante para ustedes y no un espectáculo. Pero a ti no te podía importar eso. Era sólo información aislada.

Recuerdas con más fuerza que veías el béisbol en Venezolana de Televisión los miércoles y los sábados por la noche. En la Liga Nacional, los Piratas de Pittsburg dominaban con las abejas asesinas —las killing bees—: Barry Bonds, Wally Backman y Bobby Bonilla. Tu seguías pensando qué te convenía más, si estudiar Ciencias o Humanidades. Y los Yanquis apenas tenían a Don Mattingly para presumir y lo mejor ocurría en Toronto y Galarraga estaba perdido en sus lesiones y su época de malas rachas.

Carlos Tovar, Dámaso y Beto bromeaban culpándose (o culpando a uno de sus directores) cuando los juegos se iban a extrainnings. Y había anécdotas para toda la temporada, también en las post, y Barry Bonds comenzaba su costumbre de no batear después del día final de la campaña, haciendo imposible que los Piratas fueran a una serie mundial y no era una tragedia griega —igual no las conocías— pero era un dolor cercano, el cual te hubiese gustado aliviar.

Era también el año después del “Caracazo” y tú, con trece años, no podías leer ningún artículo ni análisis que te permitiera pensar que era imaginable 1992, febrero, noviembre, militares en la calle, bombas que caían y no explotaban, Carlos Andrés Pérez diciendo que todo estaba bajo control pero que estaba escondido, Morales Bello gritando muerte a los golpistas y no sabías si era abajo los golpistas o maten a los golpistas, Caldera haciendo pesca de río revuelto, Aristóbulo Istúriz ganándose un nombre.

En ocasiones Ronnie, el hijo de Dámaso, se unía a las trasmisiones y era como si recibieras visita, las visitas que a tu madre tanto fastidio le causaban porque eran desconsideradas y no se marchaban temprano y había que atenderlas y había que sonreír y, sobre todo, violaban el silencio en el cual todos en tu casa de cuatro personas —tu hermana, tus padres y tú— vivían sus vidas en un paralelismo casi lejano. Nadie más veía los juegos en tu casa, así que había algo de complicidad en acompañar a los equipos y a los narradores, juntos eran un grupo de amigos, una familia acompañando las imágenes de un doble play, un jonrón, un robo de tercera, un ponche.

De estas cosas no hablas con Virginia porque seguramente se aburriría. Con sólo veintiocho años y recordando el pasado. Como si no quedara suficiente futuro. Como si no hubiera que preparar las finanzas, la mente y los compromisos laborales porque dentro de un par de años deberían tener familia, como si no tuvieran que pensar en si se van a quedar o se van a ir de esta Venezuela.

Ni de esas cosas y sólo pocas veces de las anécdotas que te sabes de artistas, de pintores, de escritores hablas con Virginia. Una vez le escuchaste a Miguelángel, tu amigo escritor, a quien Virginia no ha conocido porque él vive en Nueva York desde hace unos cuantos años, una anécdota, nunca supiste si apócrifa, sobre García Márquez. El premio Nobel confesaba haber conocido el poder de la palabra cuando, a punto de ser atropellado, una de las mujeres de su familia le gritó para que evitara el vehículo y se salvara. Tienes a tu lado a Virginia, frente a ti la televisión, dentro de ti tantos recuerdos que sientes una especie de magia en ese intercambio de guantes, pelotas, bates, cascos, gorras, grama verde, líneas de cal, tribunas, patrocinantes, trasmisiones televisivas, narradores. Todo estaba allí, dormido o desvelado y en esta noche tú estás también rebelde al sueño y renace no como recuento de hazañas deportivas sino en el tejido sensible de la memoria.
Pensaste: ¿no se sentirán tristes Beto y Dámaso? ¿No les ocurrirá que, repitiendo una anécdota de aquellas que ya contaban en el noventa, se acuerden de Tovar Bracho y miren con nostalgia? Nostalgia de verdad, tristeza porque todos hoy son diferentes. Beto y Dámaso ahora estarán durmiendo o cenando o desvelados y tendrán sus propios fantasmas, sus propias incertidumbres. ¿Pensarán a menudo en su muerte cuando piensan en Tovar Bracho?

Carlos Tovar Bracho ha muerto. La guerra en Irak ve su segunda parte y Hussein se ha ido, la palabra revolución repetida hasta el cansancio es un mantra que conecta con el ’89, con el ’92. Beto es un destacado jugador de golf. Ahora Dámaso tiene otro tocayo en Grandes Ligas con el de apellido Marte, de los Medias Blancas de Chicago, y repite la curiosidad como las barajitas que salen una y otra vez, paquete tras paquete hasta perder su valor de cambio. Y tú lo escuchas aunque sea redundante porque habla para ti y es una reunión de amigos que tenían tiempo sin verse. Y entre amigos se pueden tener debilidades, se pueden tener miedos. Se puede no ser cabeza de familia y no tener que apoyar a Virginia.

Continúas con tu inventario ficticio: De las abejas de Pittsburg, solo Bonds sigue jugando. La profesora Macary sigue en La Salle. Tú estudiaste Humanidades, luego Administración y terminaste dedicado a la escritura. Ahora no estás solo, ahora tienes a Virginia que duerme a tu lado y con quien compartes toda tu vida. Excepto estos paréntesis de las madrugadas.
¿Qué va a pasar cuando hayas muerto? ¿Qué podrás llevar contigo? ¿Serán estas sensaciones, estos destellos de memoria que te visitan cuando no puedes dormir? Piensas. Te ves frente a la cama de la clínica donde murió tu madre, recuerdas que desde esos momentos odias el blanco escandalosamente austero en las paredes. Piensas en la película “El campo de los sueños”, la cual has visto tantas veces que Virginia te advierte que te cuides no sea que te estás volviendo loco con esa manía por las repeticiones. “El campo de los sueños”. Kevin Costner construyendo por una llamada sobrenatural un parque de pelota para que jueguen espectros, estrellas legendarias que quieren volver. Un juego más. Como tú que quisieras volver al sueño, minutos más en tu cama, abrazado a Virginia.

A Costner, en los momentos de incredulidad, una voz le dice: “Constrúyelo y ellos vendrán”. Y James Earl Jones, con su voz de río turbio y profundo, agrega: “llegarán a tu puerta, inocentes como niños. El béisbol ha marcado el tiempo. Este campo, este juego es parte de nuestro pasado. Nos recuerda lo que alguna vez fue bueno y podría volver a serlo...” Puede que Virginia tenga razón. Si te sabes de memoria la película es posible que haya algo patológico en ti. ¿Pero no fue así como te conoció? ¿No era eso lo que tanta risa le causaba y terminó enamorándola de ti?

Pero no estás en una película, no estás en el pasado tienes que dormir. Dormir cediendo a ese encanto, a esa seducción, a ese milagro de la memoria. No has caído en una trampa, no te encierra una celda. Las cuatro y cinco de la mañana es una hora más comprensible para ti. Y el juego está muy cerrado y los lanzadores dominan, pero tú apagas el televisor, te quitas los audífonos y te vas al balcón a ver la ciudad dormida mientras esperas el ruido del primer autobús que te dirá que ya es oficialmente de mañana. Y pensar que Virginia ni se ha movido. Y pensar que Virginia está perdida en un sueño donde podrías o no estar tú, donde ella sería más o menos feliz de lo que es ahora, o tendrá su edad o será una niña o una anciana o estará dormida soñando que sueña, perdida hasta que se recupere, la recuperes cuando suene el despertador.

Y seguramente Virginia sí hablará de esas cosas contigo. Tú la escucharás justo hasta el momento cuando tomen el carro y ya no haya béisbol, ni sueños ni desvelos y se imponga todo lo que les rodea, el mundo, la vida con sus rutinas, horarios y obligaciones. Virginia no preguntará y tú prefieres que sea así. No eres infiel, igual estás dejando testimonio escrito, puede que un día tú mismo se lo leas o, si tu mueres antes, que Virginia lo encuentre y lo lea ella. Y estás seguro de que responderá con una sonrisa. Porque aún en las sospechas que tienen de que en estos días, fuera de lo que ustedes puertas adentro construyen, la Venezuela que les rodea se desmorona, igual, su mundo persiste. De esas convicciones está hecho su vínculo. Algún día hablarán de todas estas cosas, con transparencia de vidrio. Y tú sentirás que eres por fin suyo, completamente. Será seguramente cuando ambos hayan muerto. Virginia y tú.


*Publicado en la antología De la urbe para el orbe, editorial Alfadil, caracas, 2006

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lunes, febrero 18, 2008

"La luz es como el agua", de Gabriel García Márquez (Colombia)

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.

-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.

-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?

-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.

-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.

-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.

El padre le reprochó su intransigencia.

-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

-Es una prueba de madurez -dijo.

-Dios te oiga -dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

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"Los asesinos", Ernest Hemingway (U.S.A)

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.

-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?

-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.

Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.

-Todavía no está listo.

-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?

-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.

George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.

-Son las cinco.

-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.

-Adelanta veinte minutos.

-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?

-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.

-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.

-Esa es la cena.

-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?

-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...

-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.

-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.

-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.

-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.

-Dije si tienes algo para tomar.

-Sólo lo que nombré.

-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?

-Summit.

-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.

-No -le contestó éste.

-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.

-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.

-Así es -dijo George.

-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.

-Seguro.

-Así que eres un chico vivo, ¿no?

-Seguro -respondió George.

-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?

-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?

-Adams.

-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?

-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.

George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.

-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.

-¿No te acuerdas?

-Jamón con huevos.

-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.

-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.

-Nada.

-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.

-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.

George se rió.

-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?

-Está bien -dijo George.

-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.

-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.

-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.

-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.

-¿Por? -preguntó Nick.

-Porque sí.

-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.

-¿Qué se proponen? -preguntó George.

-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?

-El negro.

-¿El negro? ¿Cómo el negro?

-El negro que cocina.

-Dile que venga.

-¿Qué se proponen?

-Dile que venga.

-¿Dónde se creen que están?

-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?

-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.

-¿Qué le van a hacer?

-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?

George abrió la portezuela de la cocina y llamó:

-Sam, ven un minutito.

El negro abrió la puerta de la cocina y salió.

-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.

-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.

El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:

-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.

-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.

El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.

-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?

-¿De qué se trata todo esto?

-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.

-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.

-¿De qué crees que se trata?

-No sé.

-¿Qué piensas?

Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.

-No lo diría.

-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.

-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.

-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?

George no respondió.

-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?

-Sí.

-Viene a comer todas las noches, ¿no?

-A veces.

-A las seis en punto, ¿no?

-Si viene.

-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?

-De vez en cuando.

-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.

-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?

-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.

-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.

-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.

-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.

-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.

-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?

-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.

-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?

-Uno nunca sabe.

-En un convento judío. Ahí estuviste tú.

George miró el reloj.

-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?

-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?

-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.

George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.

-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?

-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.

-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.

-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.

-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.

-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.

A las siete menos cinco George habló:

-Ya no viene.

Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.

-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.

-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.

-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.

Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.

-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.

-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.

En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.

-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.

-Vamos, Al -insistió Max.

-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?

-No va a haber problemas con ellos.

-¿Estás seguro?

-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.

-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.

-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?

-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.

-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.

-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.

Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.

-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.

Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.

-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.

-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.

-¿A Ole Andreson?

-Sí, a él.

El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.

-¿Ya se fueron? -preguntó.

-Sí -respondió George-, ya se fueron.

-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.

-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.

-Está bien.

-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.

-Si no quieres no vayas -dijo George.

-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.

-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?

El cocinero se alejó.

-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.

-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.

-Voy para allá.

Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.

-¿Está Ole Andreson?

-¿Quieres verlo?

-Sí, si está.

Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.

-¿Quién es?

-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.

-Soy Nick Adams.

-Pasa.

Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.

-¿Qué pasa? -preguntó.

-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.

Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.

-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.

Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.

-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.

-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.

-Le voy a decir cómo eran.

-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.

-No es nada.

Nick miró al grandote que yacía en la cama.

-¿No quiere que vaya a la policía?

-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.

-¿No hay nada que yo pueda hacer?

-No. No hay nada que hacer.

-Tal vez no lo dijeron en serio.

-No. Lo decían en serio.

Ole Andreson volteó hacia la pared.

-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.

-¿No podría escapar de la ciudad?

-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.

Seguía mirando a la pared.

-Ya no hay nada que hacer.

-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?

-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.

-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.

-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.

Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.

-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.

-No quiere salir.

-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?

-Sí, ya sabía.

-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.

-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.

-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.

-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.

-Buenas noches -dijo la mujer.

Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.

-¿Viste a Ole?

-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.

El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.

-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.

-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.

-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.

-¿Qué va a hacer?

-Nada.

-Lo van a matar.

-Supongo que sí.

-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.

-Supongo -dijo Nick.

-Es terrible.

-Horrible -dijo Nick.

Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.

-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.

-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.

-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.

-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.

-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.

-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.

FIN

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La trama

Previo

Existe una teoría bastante conocida que recuerda que al enfrentar cualquier obra como, digamos, una novela o una película, se debe ser consciente de que, en líneas generales, hubo mundo, humanidad, emociones y personas (los elementos que hasta a hora hemos defendido dentro de la ficción) antes de ella (que le sirven en menor o menor medida como antecedentes) y aún habrá, después de su fin, más de esa vida.

Por eso, antes de pensar en la trama, es importante considerar que las angustias por tratar de contar una historia total parten de una preocupación ilegítima. Nuestro trabajo es tomar un pedazo de mundo, debemos recordar que es nuestro objetivo captar el tono y el juego mismo de la vida, su ritmo extraño e irregular, porque es eso lo que mantiene en pie al relato; y verlo con microscopio porque la vida es toda inclusión y confusión, así que el escribir debe ser discriminación y selección. Lo que hacemos es delimitar los escenarios, personajes, incluso tonos, esa es la puerta para entender y dar reglas al caos que pueden mostrar sus partes con la idea de generar un campo en cual puedan suceder un conjunto imaginable de cosas.

Prehistoria

Una historia es una narración de sucesos ordenada temporalmente. Un argumento es también una narración de sucesos, pero el énfasis recae en la causalidad.


En la historia se pregunta, ¿y luego, qué pasó? En la trama preguntaremos, ¿por qué? A quien le preocupe el estilo: gran parte del estilo está en estas decisiones acerca de la trama.
Cada acto o cada palabra de la trama deben contar; la trama debe ser económica y sucinta; incluso cuando es complicada debe ser orgánica y estar exenta de materia inerte. Hay que evitar las explicaciones no pertinentes a la historia y ofrecer todas aquellas sin las cuales se confundiría al lector.


No hay nada de antemano excitante, emocionante. Siempre será el tratamiento que se haga del tema en la trama lo que logrará el resultado. (Caso Amenabar, tesis y Abre los ojos).
El primer problema que debe resolver el autor de una historia es el siguiente: ¿quién va a contar la historia? Las posibilidades se reducen a tres: un narrador-personaje (yo), un narrador omnisciente exterior (él) y ajeno a la historia que cuenta y un narrador ambiguo del que no está claro si narra desde afuera o desde adentro de la historia (tú).


Otro paso previo es verificar el nivel de realidad: hay un mundo real y mundo fantástico. Entonces el narrador debe ubicarse en alguno de los planos y narrar los eventos de algún tipo. Por ejemplo, un narrador en un plano real que narra eventos reales o fantásticos, un narrador en un plano fantástico que narra eventos reales (American beauty) o fantásticos.
No es necesario ser completamente rígido en éstas que, en una primera etapa, más que decisiones, deben ser reflexiones a partir de las cuales crezca el relato.

Comienzo

Nuestra trama debe contar con tres partes: exposición, desarrollo y desenlace. Existen algunos ejemplos que permiten alteraciones sobre este esquema, pero aquí trabajaremos con el clásico.
Comencemos con la exposición. Aquí el escritor presenta al lector todo lo que éste necesita conocer acerca de los personajes y la situación, lo que será el punto de partida de los hechos. A mí me gusta llamar a estos datos los antecedentes.

Necesitamos, primero saber nosotros, luego dar a conocer al lector quiénes son estos personajes, por qué actúan como lo hacen; cuál es la situación, cuáles fuerzas hicieron que se llegara a esta circunstancia actual, si dependían o no de los personajes.


Volvemos a la idea de necesidad, no es necesario abundar, simplemente no quedarse corto. Si la trama es elegante, se le aportará al lector el juego completo de las causas y nada más.
Por eso es importante saber dónde comienza la acción. Si se les hace difícil visualizarlo, simplemente siéntense, piensen en su historia, hagan un esquema con las situaciones que en ese momento piensan que deberían ocurrir y pregúntense en cuál comienza la acción de la historia que quieren contar.

A partir de allí tendrán una mejor idea de lo que deben ser los antecedentes.
Si tenemos este punto de partida (que es de la trama, no necesariamente del relato) estaremos listos para pasar al desarrollo. Como preparación podemos marcar algunas claves.
La trama no es independiente, no se impone arbitrariamente: hay que tener presentes los personajes y sus efectos.


Debemos mostrar a través de la acción. Queremos hablar de la soledad, el amor, la búsqueda del poder, la locura pero eso debe traducirse en las acciones. Hay que pensar que se puede contar todo menos los sentimientos de un personaje. Las acciones no sólo cambian sino que crean a los personajes: por nuestras acciones descubrimos en lo que realmente creemos y, simultáneamente, nos revelamos a los demás.


Ya en este primer momento debemos estar jugando con la comprensión de las situaciones, la interpretación debe ser aquella que lleve a la verdad, a descubrir la verdad acerca de lo que ocurre.


Difícilmente la ficción llegue a tener real interés si el personaje principal no es un agente que lucha por sus metas. Hay que evitar personajes principales que sean víctimas, las cosas no sólo deben "pasarle" sino que él debe hacer.


En la mejor ficción la trama no es una serie de sorpresas sino una serie de impactantes momentos de revelación, momentos de comprensión. No le arrojen enigmas y soluciones al lector (como los crucigramas de revistas para los que sólo hay que esperar la semana entrante para saber las respuestas) sino reflexiones que se extiendan en su mente.

Desarrollo

No podemos ser demasiados complacientes con la exposición, sólo tiene valor cuando es potencial para que ocurra el desarrollo. Para cumplir con la elegancia y eficiencia, debe tratar de dramatizarse el argumento en el menor número de escenas posibles.


Por lo general se prepara un juego de crisis para los personajes, se les coloca en situación (aunque, simplemente, se trate de procesos mentales) y se trata de una especie de rally, con varios puntos de detención donde ocurren cambios de mayor o menor importancia. A estos puntos les llamo puntos de inflexión.


Los problemas tienen muchas soluciones, son sus implicaciones las que nos hacen tomar la decisión.


Aunque la secuencia causal da la forma más obvia de flujo del argumento no es la única forma de hacer nada un argumento. Los eventos no ocurren sólo para justificar eventos posteriores sino para dramatizar posiciones lógicas. Es de hacer notar que la rigidez lógica del argumento lo mata porque no parte de la esencia de las cosas, ya que tratamos con seres de carne y hueso.

Debemos esforzarnos por encontrar el camino de esos personajes, la sucesión de situaciones, observando nuestro pedazo de mundo. Tal vez al comienzo vayamos a ciegas, lo que tenemos es una mínima semilla, pero a medida que localicemos los puntos la historia será como un hueso que se cubra de carne. Hay que estar a la caza de las conexiones. Recordar siempre la exposición. Revisar nuestra idea original.


No todo es la inflexión, a ella se llega sembrando expectativas en el lector. La virtud está en darle más de lo que espera, satisfacerlo en formas inesperadas. Mostrarle no lo que ocurre sino su significado para los personajes y para el resto de la humanidad. Pero no hay que descuidar ningún momento, toda la buena ficción tiene, momento a momento, fascinación.

Lo que vamos presentando son pruebas, en forma de detalles observados detenidamente, de que lo que se dice que pasa, realmente pasa. Y lo importante es que el desarrollo es como un reino, el reino del control cuyo disfrute (y responsabilidad) es del escritor.
No hay accidentes (ni siquiera cuando a un personaje le ocurre un accidente) una vez en la trama lo que ocurre tiene una intención. Un misterio es una bolsa en el tiempo, una omisión en el curso temporal de los sucesos. Constantemente se trabaja con nuevas combinaciones en el orden de los sucesos, es lo que da originalidad. Los personajes constantemente eligen dentro de la trama (incluso no elegir es una elección) y esto hace que se avance.

Hay que buscar el equilibrio: en historias paralelas el mucho control equivale a la rigidez, el muy poco control al desorden.

Si se trabaja con la base de una historia ya contada, siempre existirá la expectativa de que aporte la interpretación de los hechos que ya todos sabemos.

Final y más allá de la trama

De lo que menos se puede hablar es del final.


Hay escritores que han dicho tener sus finales listos antes de escribir el relato en sí. Otros critican esa forma de creación porque creen que es forzado. Gardner afirma que el final debe ser descubierto de la entraña de la historia, leyendo y releyendo el texto hasta que de él surja.

Existen dos tipos de finales, los abiertos y los cerrados. Los finales abiertos no satisfacen totalmente las dudas del lector, más allá de las reflexiones implícitas o "secretas" que tenga un relato, en este caso hay una duda más evidente. Los finales cerrados son resoluciones más o menos completas de las situaciones que se presentaban en la exposición.

Cualquiera sea el caso, cuando un desenlace está bien planteado aparece como una avalancha, no sólo es persuasivo, sino también interesante, viene de una forma que lo hace inevitable y sorpresivo. No hay duda que si trabajamos cuidadosamente el desarrollo, si presentamos esas pruebas acerca de nuestra historia, si ilustramos los comportamientos, sus motivos e implicaciones podemos llegar a este tipo de desenlace.

En general, los finales hacen una recapitulación de los eventos y personajes, pero más que el mero recuerdo o referencia, nos atrae la sensación de conexión. El desenlace no es sólo el final, el cierre de la historia sino su cumplimiento cabal. El lector comprende todo y todos los eventos parecen símbolos, presagios.

Este trabajo de elaborar la trama no se corresponde exactamente con la forma en que va a ser contada la historia, una vez que se tienen los eventos básicos hay que ir más profundamente, buscar significados: no de una forma arbitraria, descuidada sino estudiando cada una de las posiciones.

Finalmente, con todo este material se realiza la disposición u organización de los diferentes materiales seleccionados.

Punto de vista

Si nos tomamos el trabajo de una sesión de este tipo es para evitar lo que para Gardner es el sentimentalismo: intentar alcanzar algún efecto sin proveer una causa. Repasen estas ideas y recuerden que no hay atajos, no porque una niñita llore al final en un entierro o ahorquen a alguien eso tiene un peso emocional. Los trucos, como esconder información (Sexto sentido) son sólo eso, trucos, no pueden ser el único valor de la historia.


Finalmente esto: cuando trabajen el argumento, pregúntense: ¿en definitiva, no es la única pregunta que se responde cómo se cuenta la historia, no es el tema de la ficción cómo logra sus objetivos?

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Vecinos, un relato de Raymond Carvern (U.S.A.)

Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
- ¡Divertíos! – dijo Bill a Harriet.
- Desde luego – respondió Harriet – Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
- Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
- Así lo haré – respondió Arlene.
- ¡Divertíos! dijo Bill.
- Por supuesto – dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo – Y gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
- Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros – dijo Bill.
- Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones – dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
- No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche – Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.

Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones – y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.
- ¿Qué te ha retenido? – dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.
- Nada. Jugando con Kitty – dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.
- Vámonos a la cama, cariño – dijo él.

Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
- ¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano – dijo ella.
Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo -dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.
- Vámonos a la cama – dijo él.
- ¿Ahora? - rió ella – ¿Qué te pasa?
- Nada. Quítate el vestido – La agarró toscamente, y ella le dijo:
- ¡Dios mío! Bill
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
- No nos olvidemos de dar de comer a Kitty – dijo ella.
- Estaba en este momento pensando en eso – dijo él – Iré ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja-dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
- ¿Qué te ha retenido tanto? – dijo Arlene – Llevas más de una hora aquí.
- ¿De verdad? – respondió él.
- Sí, de verdad – dijo ella.
- Tuve que ir al baño – dijo él.
- Tienes tu propio baño – dijo ella.
- No me pude aguantar – dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.

Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.

No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
- Ponte cómodo mientras voy a su casa – dijo ella – Lee el periódico o haz algo – Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
- Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? – llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
- ¿Estuve mucho tiempo aquí? – dijo ella.
- Bueno, sí estuviste – dijo él.
- ¿De verdad? – dijo ella – Supongo que he debido estar jugando con Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.
- Es divertido – dijo ella – Sabes, ir a la casa de alguien más así. - Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.
- Es divertido – dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
- ¡Jolines! – dijo ella – Jooliines – cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos – Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró -¿No es eso tonto? - No lo creo – dijo él – Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:
- Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
- ¿Qué clase de fotografías?
- Ya las verás tú mismo – dijo ella y le miró con atención.
- No estarás bromeando – sonrió él - ¿Dónde?
- En un cajón – dijo ella.
- No bromeas – dijo él.
Y entonces ella dijo:
- Tal vez no regresarán - e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
- Pudiera suceder – dijo él – Todo pudiera suceder.
- O tal vez regresarán y … - pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.
- La llave – dijo él – Dámela.
- ¿Qué? - dijo ella – Miró fijamente a la puerta.
- La llave – dijo él – Tú tienes la llave.
- ¡Dios mío! – dijo ella – Dejé la llave dentro.
- Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
- No te preocupes – le dijo al oído – Por Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.

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Un regalo para Julia, relato de Francisco Massiani (Venezuela)

Palabra que no era fácil. Casi todo el mundo regala discos y los pocos discos de moda son tres, cuatro. Julia iba a terminar con la casa llena de discos repetidos. Además tenía sólo veinte bolívares y así no se pueden comprar sino discos o chocolates o alguna inmundicia parecida. Yo nunca le regalaría un talco a Julia. Menos, un muñeco. Tiene una colección de muñecos desbaratados en el cuarto y lo de chocolates, menos, porque sé que Carlos se los comería todos. Carlos, tan perfectamente imbécil como siempre. Lo imagino clarito: Oye Julia, dame un poquito.

Uno dice: le regalo un libro. Uno dice: le regalo cualquier cosa. Pero uno no podía regalarle cualquier cosa. ¿Con qué cara? Ayer, anteayer estaba con la cochinada de Carlos, que por cierto: fuaaa, fuaaa, y lo peor es que no tose y a mí en cambio se me salen las tripas. Fuaaa, botaba el humo, y fuaaa estiraba su pata y mataba una hormiga. Se comía un moco. Se estripaba un barro en la nariz, fuaaa, se rascaba la oreja, y después escupía el humo por los ojos, por la nariz, por la boca, por todos lados. Porque lo hace. Juro que sabe fumar. Es verdad. Fuma mejor que nadie. Y entonces te mira y dice: si llego a ser novio de Julia. Pero lo juré. Dije: por Dios santo que no se lo digo, y eso, ¿no?, así que nada. No puedo decirlo. Pero en todo caso cuento que Carlos me dijo que si Julia llegaba a ser su novia, la metía en la bañera, la llenaba de jabón y le hacía esa porquería que juré que no se lo decía a nadie. Lo peor es que yo vengo y salgo y voy a casa de Julia, porque algo tenía que hacer, ¿no?, y llega Julia y me dice así mismito:

—¿Qué vienes a hacer aquí?

Quedé tieso. Después me dice:

—Pasa.

Y pasé. Y después de que pasé me senté y ella puso un disco. Siempre que alguien llega a su casa pone un disco. Después te saluda, te mira, da tres pasos de última moda y después se echa en el sillón, tipo bandida de cine mexicano. Cine mexicano, cine mexicano... ajá:

—Oye —le digo—. Oye Julia, ¿qué tal te cae Carlos?

—¿Carlos?

—Sí, Carlos.

—¿Por qué?— cogió una revista de mujeres y modas y eso. Yo me puse a darle tambor a la mesa. Creo que pasamos como un minuto así. Me dijo:

—¿Quieres Cocacola?

Yo no le respondí. Seguí tocando tambor en la mesa. No le respondí porque me molestó que se olvidara que le había hablado de Carlos, que se hiciera la loca con la pregunta que muy bien sabía que yo se la hacía por un montón de cosas que ella sabía muy bien que yo sabía. O sea eso. O sea nada, supongo que se entiende, ¿no? Bueno. Me vuelve a preguntar:

—¿Quieres Cocacola?

Y yo:

—Te pregunté por Carlos.

—No me acuerdo— dijo.

—Yo sí— le dije—. Y muy bien.

—Bueno. ¿Qué cosa?— dijo.

—Eso que tú sabes— le dije.

—Yo no sé nada, Juan— me dijo. Y cuando la miré estaba viendo la revista.

—Bueno, Julia.— Yo tenía que hacer algo. Sabía que tenía que hacer algo—. Oye: imagínate que Carlos te regala el disco que estamos oyendo.

—¿Qué cosa?

—El disco

—¿Qué disco?

—Nada— le dije.

Nunca lo entienden a uno. Yo seguí tocando el tambor y ella se levantó del sofá, dio un brinquito, se pasó la mano por el pelo y me preguntó:

—¿Qué dijiste de Carlos?

Nunca. Nunca entiende. Yo le dije que nada, que se sentara, y ella me sonrió y se sentó. Cuando se sentó, me sonrió. Cuando eso pasa, cuando me sonríe, entonces yo aprovecho para verle la boquita, esos dos gajitos de naranja, porque es así: tiene dos gajitos de naranja, y sé por ejemplo que el labio de arriba, cuando se separa del de abajo, parece que le diera miedo dejarlo solo, y entonces tiembla un poquito, no mucho, un poquito solamente y entonces se le acerca y lo acompaña un poco y entonces entre los dos gajitos sale como un juguito que le mancha un poco las arruguitas de los labios y entonces yo siento un mareo y algo como un chicle entre las muelas y ella se me queda mirando y me dice:

—¿Qué te pasa?

Y despierto. Sé que nunca sería capaz de agarrarle la mano, nunca. Pero sabía, estaba convencido, como nunca, que tenía que hacer algo. Así que seguí tocando tambor a ver si me venía algo a la cabeza. Nada. Seguía tocando tambor. Nada. Seguía tocando y tambor y tambor y ella y tambor y nada. De repente ella me dice:

—Tengo un vestido para mañana que es una maravilla.

Yo digo:

—Qué bueno.

Y ella dice:

—Es algo que te deja desmayado.

Y yo sigo:

—Qué bueno.

Y ella:

—Lo ves y te mueres. Es de locura.

Y yo seguía con el tambor. Eso lo cuento para que vean. Bueno. En eso pasó la hermana, después una de las sirvientas de las diez sirvientas que tienen en su casa y después, un rato después, vengo y le digo:

—Julia— ni sabía lo que iba a decir—, dime una cosa: si yo te regalara ese disco y Carlos el otro, ¿cuál pondrías más en el día?

Se me quedó mirando con mirada matemática de raíz cuadrada, y me dijo:

—Éste. El que estamos oyendo.

Yo entonces estiré las piernas, la miré, le eché una sonrisita y seguí tocando tambor, pero palabra que me costaba tocar tambor, porque lo que provocaba era salir gritando y llamar al cochinada de Carlos y decirle: mira Carlos, pendejo, nunca vas a hacerle esa cochinada porque Julia y yo, ¿no?, pero justo cuando se estaba acabando el disco me dijo:

—¿Qué fue lo que me preguntaste?

Palabra que no es mentira. Se lo repetí y ella me sonrió. Y me dijo:

—Qué salvaje eres.

Nunca la he entendido. Me imaginé que debía sonreírme y me sonreí. Después me dijo:

—Lo pondría todos los días si me gustaba.

—¿Qué cosa?— Yo comenzaba a olvidar todo el plan, todo lo que tenía en la cabeza se me reventó, ya nada, juro que yo no entendía a nadie, que estaba loco, tan loco que dije:

—Julia. Quiero que mañana vayas a la fuente de soda de la esquina porque quiero darte un regalo especial.

Ella preguntando cosas hasta que por fin aceptó y a las tres y media era la cosa. O sea que a las tres y media nos íbamos a encontrar en la fuente de soda. Así fue que salió lo del regalo. Por eso lo conté.

Total que hoy vengo y cogí lo que me dio mamá y salí a la calle. Me metí en todos lados. Vi todas las vitrinas. Entré en todas las tiendas y ni sabía qué podía regalarle. Pero no soy tan imbécil: si le dije que el regalo era especial por nada del mundo le doy cualquier cosa. Eso era lo que pensaba cuando estaba mirando el conejo. Porque en una de esas vi un conejo. Ustedes lo han visto. Está por ahí, en una de esas tiendas de Sabana Grande, y es un conejo blanco. Es un conejo más grande que un caballo y mueve las orejas y tiene los ojos rojos. Por cierto que me acordé del profesor Jaime, porque el profesor Jaime tenía siempre los ojos rojos. Por cierto que el profesor Jaime era un gran tipo, y cada vez que me acuerdo de él tengo una vaina con Carlos. Porque sé que Carlos es el cochinada típico que le pone tachuelas a profesores como el señor Jaime. Cuando estaba mirando el conejo, me juré que si alguna vez Carlos tocaba el oso de mi hermanita, que también tiene los ojos rojos, lo agarraba por las patas, lo batía contra el árbol y lo volvía una cochinada. Porque es lo que merece. Juro que si alguna vez Carlos se burla del oso, lo machaco, lo aplasto, le martillo los dedos y lo reviento. Eso es lo que merece. Total que estaba viendo el conejo y ¡ah! Nada: un pollo, Dios mío, ¿cómo no se me había ocurrido? Un pollito, chiquito, metido en una caja, y ella mirando el pollo, y jugando con su pollo todos los días, y dándole de comer, y así tú puedes preguntarle por el pollo y tienes algo de qué hablar y es algo especial, es un regalo único, anda, apúrate, y salí disparado a Canilandia. Creo que se llama así: Canilandia. Y está en una callecita que se mete de Sabana Grande a la avenida Casanova. Bueno. Y entré y el señor me regaló el pollo. Ni siquiera aceptó que yo se lo comprara. Bueno. Me fui a la fuente de soda. Cuando llegué pedí una merengada. Eso fue lo que pedí. Y ahí estuve. ¡Ajo! Estaba cansado. Hay que ver, corriendo, el sol, el pollo, y lo peor es que no podía correr mucho. Pero ahí estaba. Bueno. Pedí una merengada de chocolate. Ya van a ver. Pido la merengada. Es para quedarse en casa. Francamente: pido la merengada y el imbécil del mozo viene y se queda mirando a la caja. Claro que la caja se movía, ¿no?, pero por eso no tenía que poner cara de imbécil y quedarse mirando y mirando y decirme, porque me lo dijo:

—¿Y eso?

Tuve que decírselo:

—Un regalo.

—¿Un regalo?— se sonreía con los dientes puercamente llenos de oro.

—Un regalo.

—¿Y por qué se mueve?

—Porque adentro hay un pollo —digo.

—Ah, ¿sí? ¿Un pollo?

—Sí. Eso. Un pollo.

—Qué bien— dijo el tipo. Que si qué bien. Qué tipo, francamente. Bueno. La verdad es que no sé por qué cuento lo del mozo. Lo que sí es que ya estaba poniéndome nervioso porque Julia no llegaba y eran más de las tres y media. Ya como a las cuatro, dejé la caja con la copa encima y llamé a casa de Julia. Como estaba pendiente de la caja, o sea, pensando en que a lo mejor el pollo se ponía histérico y pateaba y se armaba el relajo, estuve como media hora sin responderle a la mamá. La mamá:

—¿Aló? ¿aló? ¿aló? ¿aló?

Bueno. Por fin le pregunté por Julia.

—No está, Juan —me dijo—. ¿Eres tú, no?

—Sí. Soy yo, señora.

—Ayer vi a tu mamá. ¿Cómo estás?

—Ah, bueno...

—Me dijo que no estudiabas casi nada.

—Un poco.

—Tienes que estudiar.

—Sí, señora— palabra que eso era lo que me decía. No miento. Siguió así:

—...y portarte muy bien, mira que ya eres un hombrecito.

—Sí, señora.

—Bueno. Tú vienes al cumpleaños, ¿no?

—Sí, señora.

—Julia está como loca... ya no sabe qué hacer. Bueno, Juan. Saludos por tu casa.

—Gracias, señora.

—Adiós.

—Adiós, señora.

¿Ven? Y la caja y la copa y el mozo y Julia no llega y la vieja: es para volverse loco. Palabra. Estuve a punto de tirar el teléfono. Y lo peor es que no he terminado: apenas me siento se me acerca de nuevo el mozo. ¡Qué tipo más imbécil! Me dice:

—¿Y para quién es el regalo?

Juré que si me seguía haciendo preguntas que a ti no te importan te tiro la copa desgraciado. Eso es lo que pensaba. Y dale con el regalo. Menos mal que alguien lo llamó. Ya yo estaba realmente harto. Dale con la caja, el pollo, la vieja. "Ayer vi a tu mamá en el mercado" y que si "tienes que estudiar porque eres un hombrecito, Julia está como loca". Francamente. Y nada que llegaba la desgraciada. ¿Por qué la gente tiene que preguntar tanto? En serio: ¿para qué vienen y te preguntan que por qué tu mamá usa anteojos? ¿Ah? Palabrita que si alguien pregunta que por qué mi mamá usa anteojos le nombro la madre. Palabrita. Sinceramente le digo a sí mismo: mire desgraciado, señor, ¿qué pasa? ¿Qué le pica? ¿Nunca ha visto un pollo? ¿Nunca ha visto una señora con anteojos? ¿Ah? Dígame esa gente que viene y te dice: ¿Qué hay? O te dicen: ¿Qué has hecho? ¿Pero qué carajo les importa? ¿Ah?

Bueno. Por fin Julia llegó. Era tardísimo. La vi bajarse de su impresionante Buick negro, con su vestido de pepas, y meneándose, para todos los tipos que estaban en la fuente de soda. Julia no puede dejar de menearse y mirar a todos los tipos. Por mí que se iría con el primer tipo que le dijera: "Oye tú, mira...". Seguro. Lo único que le importa a esa carajita es menearse y poder menearle los ojos a todos los degenerados que la miran. A veces comprendo un poco por qué a la cochinada de Carlos se le ocurrió eso que me dijo y que yo no puedo contar porque juré por Dios santo que no se lo decía a nadie. Pero bueno. Llega, se sienta, se monta el vestido hasta las pantaletas, se bota el pelo para atrás, se pasa la mano por el cuello, y después que me volvió porquería, se quedó mirando la caja vacía y me dijo:

—Ajjj Dios mío, me estoy muriendo de sed.

Se me olvidó decir que justo en el momento en que la vi salir de su maldito Buick, justo en ese momento, me dio una vaina y en un segundo abrí la caja, agarré al pobre pollo, y lo escondí en el bolsillo de la chaqueta.

Me salió con que si:

—¿Llevas mucho tiempo aquí?

—No. Acabo de llegar —le dije.

—¿Qué calor, verdad?

—Sí, espantoso —dije.

—No lo aguanto —dijo ella— Puf, me muero.

Y para colmo me di cuenta que el tipo de la corbatica negra nos estaba espiando. Apenas llegó Julia me di cuenta que paró las orejas y hacía lo posible por acercarse y vamos a ver qué oímos y qué pasará con el pollo. Francamente. Deben volverse imbéciles. Que si la mesa uno un perro caliente, la mesa cuatro una hamburguesa sin tomate y otra con tomate, la mesa ocho una merengada de chocolate y una Cocacola, y la mesa dos un café negro y otro marroncito pero sin mucho café y la mesa tres un helado de mantequilla y la mesa nueve... Claro: nosotros ahí, así se divertía. No sé si se han dado cuenta la cara de loquitos tristes que tienen todos. Y además de la tristeza de loquitos llevan una corbatica de lazo. Pobrecitos. No le metía la nariz en las piernas de Julia porque no podía, y claro, porque Julia, justo cuando el pobre desgraciado la miraba, cerraba un poco las rodillas, la maldita botaba el aire, se sobaba la rodilla, y después te miraba como para que no te pusieras a llorar ahí mismo. Después que se subió más de lo que tenía subido el vestido, vino, y con su vocecita de pito, levantó un dedito y llamó al mozo. Inmediatamente pensé que el pendejo del mozo llegaba y le contaba lo del pollo. Y lo peor es que con lo del pollo, tenía que mantener el brazo en una sola posición, así, con la mano en el bolsillo, sin dejar que el pollo chillara, tapándole la jeta con los dedos, y ya sentía el brazo calambreado. Además estaba comenzando a sudar por todas partes. Era horrible. No exagero. Bueno.

El mozo llega y se para delante de Julia:

—¿Desea algo, señorita?

—Sí. Por favor...

—Dígame.

—¿Tiene Cocacola?

El tipo le dice:

—Pepsicola —y aprovecha para mirarle todo.

—¿Pepsicola?

—Pepsicola —se hizo el loco y le miró las rodillas. Julia seguía con el dedo en el aire y se soplaba un mechón de pelo que le caía sobre la nariz. Por fin parece que Julia se dio cuenta que estaba pidiéndole algo al mozo y le dijo:

—¿Tiene Orange?

—No. No hay.

—¿Qué tienen?

El mozo como que ya estaba arrecho:

—Colita, Pepsicola, Hit, Sevenup y Grin.

—¿Tienen Grin?

—Sí.

—Bueno. Entonces una merengada de chocolate.

—¿De chocolate?

—No. Bueno. Tráigame una Grin.

El mozo estaba loco:

—¿Entonces Grin?

—Perdone —dijo Julia y se rio mirándome—, tráigame un helado de chocolate.

El mozo ni siquiera la miró. Salió disparado. Pobrecito. Y a todas éstas al maldito pollo como que le dio taquicardia porque comenzó a temblar y patalear y no sé qué diablos tenía. De golpe le abrí la jeta y el desgraciado chilló. Julia me miró y me dijo:

—¿Oíste?

—No —dije.

—Como un pito.

—Un niñito —dije.

—Fue raro —siguió Julia.

—Sí. A veces pasa.

—Mamá dice que oye todo el día una avispa en la oreja.

—Qué raro.

—Sí.

Por fin miró la caja, que estaba vacía, y me preguntó:

—¿Ese es el regalo?

Yo estaba esperando desde el principio la pregunta. Por fin. Sí, pero no sabía qué diablos podía decirle, ¿no? ¿Qué se puede decir si a uno le pasa una cosa de ésas? ¿Qué dice uno? Uno no sabe qué decir. Y yo dije que no. Que ése no era el regalo.

—¿Dónde está?

"¿Dónde está? ¿Dónde está?" ¡Qué pregunta!

—Me pasó algo, Julia.

—¿Qué cosa? ¿Se te quedó en tu casa?

—Fue un problema —le dije.

—¿Te caíste? ¿Y esa caja?

—Sí. Me caí. Se rompió. Esa es la caja.

—Qué lástima —dijo. Y justo oí que el pollo eructaba o algo así.

No sé qué le pasaba al bicho. Como que estaba ahogado.

—¿Dónde te caíste?

—En una escalera —le dije.

—Palabra que lo siento, Juan —dijo.

—No importa.

—Por supuesto que importa —me dijo. Y aprovechó para agarrarme la mano. Yo sudé. Después me sonrió, cambió las piernas para que todo el mundo le mirara las pantaletas y me dijo:

—¿Te vienes conmigo?

—No, gracias Julia.

En eso fue que llegó el mozo. O Bueno. Llegó antes o después de que se subió el vestido. El tipo traía una Cocacola. La puso, después pasó el pañito por una orilla de la mesa y se perdió. Julia me preguntó:

—¿No fue un helado de chocolate lo que pedí?

—No sé —le dije. Y sí sabía.

—Ah no... es verdad —dijo—. Ahora me acuerdo que pedí una Cocacola...

Cogió el pitillo, lo metió en la Cocacola y echó una chupadita. Después se pasó la lengua por la boca, se limpió la manchita de Cocacola que tenía en los labios, y se me quedó mirando sonreída. Inmediatamente comencé a sentirme como perdido. Como levantado del suelo. Lejos y al mismo tiempo muy cerca, tanto, que podía contarle los lunares que tiene en la nariz, esos punticos como marroncitos, como rosados que tiene juntados en la nariz, y mientras más la miraba, ella más se sonreía y yo volaba más lejos de ella, con la sonrisa, sin ella, con la sonrisa sola, flotando en el aire, con su sonrisa de espuma roja, y después que había volado con la sonrisa, la sonrisa regresaba a su cara, le cubría toda su cara y yo me daba cuenta que estaba ahí, frente a ella, y me entraba en el vientre un miedito dulce. Era un miedito como cuando vamos en un auto y de golpe el auto llega a una subida, y cae, y a ti te entra algo, se te abre algo en la barriga, y se te llena la barriga de ese miedo dulce que después sientes que se te escapa y te lo deja como vacío, como con un hambre raro.

—Juan —decía—. Oye, Juan...

Ni siquiera me di cuenta que tenía el pollo en el bolsillo, palabra. No me daba cuenta de nada. Para colmo ella me decía Juan, así, suavecito, Juan, como soplando el nombre, como soplándolo con el aliento, y apenas me llegaba el nombre, apenas lo oía, y volvía a entrarme esa vaina y me quedaba más perdido y más mareado que antes.

—Juan —me dijo—. Oye. ¿Qué te pasa?

—Nada —le dije.

—Oye. Tienes una cara...

Cuando me preguntó eso sentí el calambreo en el brazo y comencé a asustarme y de verdad verdad me comencé a sentir mal.

—No, Julia —le dije—. No me pasa nada.

—Me pareció que te sentías mal —me dijo ella.

El pollo volvió como a pitar y le tapé el pico, la cabeza y todo lo que pude taparle, desgraciado si sigues te ahogo, cállate, y Julia:

—¿Seguro que no te sientes mal, Juan?

Dale con lo mismo:

—¿Segurito, Juan? ¿Seguro que no te sientes mal?

—No, Julia. No. Palabra.

—¿Segurito?

—No, Julia.

—¿Pero seguro que no? No sé, tienes una cara...

—Palabra, te lo juro.

—¿Pero palabra, Juan? ¿No quieres ir al baño, Juan?

No le tiré el pollo porque francamente. Casi se lo estripo en la cara. Y lo peor es que siguió. Ya van a ver:

—Por mí —me decía la desgraciada—. Por mí puedes ir al baño.

—Pero bueno, Julia. Si no quiero ir al baño ¿para qué voy a ir?

—Pero no te dé pena. Anda.

—Julia. Deja la cosa del baño. No tengo ganas.

—No sé, Juan. Estás sudando y tienes una cara, yo sé, te conozco, eres capaz...

—¿Capaz...?

—Capaz de aguantarte por mí.

Eso era lo último.

—¿Aguantar qué?

—Aguantarte. Yo lo sé.

—Bueno, Julia. No me estoy aguantando. Te juro que no.

Por fin como que dejó la cosa y siguió tomando su maldita Cocacola. La odiaba. Juro que la odiaba como nunca. Hasta pensé en lo que me dijo Carlos y me pareció que Carlos no era tan inmundicia como yo lo había pensado. Me pareció que Carlos tenía razón en pensar en esas inmundicias, y le rogué que lo hiciera, que le hiciera inmundicias más asquerosas todavía. Me provocaba matarla. Cuando terminó su Cocacola y dio los últimos chupitos me dijo:

—Bueno, Juanito. Te espero en casa. No faltes —me lo dijo con lástima.

Después miró la caja vacía. Y después se levantó, me echó una sonrisita de "no sufras tanto que la vida no es tan mala" y se fue meneando el culo hasta su impresionante y asquerosísimo Buick negro. Ahí abrió la puerta, levantó las patas para que yo me derritiera con sus pantaletas, y después levantó su dedito y el maldito carro se perdió de vista en la esquina.

¡Dios mío! ¿Por qué pasan esas cosas? Apenas se fue, vuelve el mozo.

Tenía que volver. No podía quedarse quieto. Tenía que volver, llegar con cara de melón y preguntarme con su vocecita de marica dulce:

—¿Le dio miedo dárselo?

¿Por qué todo, por qué me pasa, por qué? ¿Por qué nunca podré, por qué jamás he podido...? ¡Dios mío! Me sentía tan mal...

Metí la cabeza entre los brazos y por fin oí que el mozo se alejaba hacia otra mesa.

Entonces oí las risas. Apenas levanté la cara, vi que el mozo se reía junto a un gordo, y los dos me miraban. Se reían, hablaban un poco y volvían a soltar la carcajada. Yo comencé a sentirme rojo hirviendo, vi que no aguantaba más y que ese rojo hirviendo era cada vez más caliente y me quemaba más la garganta y los ojos y aflojé todo y entonces todo se me fue por los ojos y ya nada me importó entonces, lo juro, ya nada me importaba.

Cuando terminé de llorar, saqué al pobre pollo del bolsillo y me le quedé mirando: estaba tranquilito. Estaba como dormido. Me gustó pasarle la mano por su cabecita, por su cuerpo, y era tibio y bueno, y pensé que nos parecíamos los dos, él y yo, y estaba muy tibio y seguía como dormido. Estaba tan tranquilo que comencé a sentir algo espantoso. Entonces me dio frío y todo asustado lo dejé caer en el suelo.

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